La moderna pedagogía ha introducido métodos perfectamente imbéciles. Quizá uno de los más perniciosos haya consistido en retrasar hasta edades muy avanzadas el acceso a la lectura y la escritura; un retraso que, amén de limitar la curiosidad de los niños que empiezan a descubrir el mundo, enrarece su trato con el idioma y, a la larga, limita sus posibilidades cognitivas.
Autor: Juan Manuel de Prada
La moderna pedagogía ha introducido métodos perfectamente imbéciles. Quizá uno de los más perniciosos haya consistido en retrasar hasta edades muy avanzadas el acceso a la lectura y la escritura; un retraso que, amén de limitar la curiosidad de los niños que empiezan a descubrir el mundo, enrarece su trato con el idioma y, a la larga, limita sus posibilidades cognitivas. Yo aprendí a leer a una edad de la que no guardo recuerdos conscientes: me enseñó mi abuelo, antes de cumplir los tres años; y no creo exagerar si afirmo que mi vocación literaria (o al menos mi fascinación siempre renovada por las palabras) se fraguó entonces. Recuerdo que esta presunta precocidad espantaba a muchos de mis familiares, que acusaban a mi abuelo de haberme iniciado en una disciplina demasiado exigente para mi tierna edad.
Nunca entendí aquel motivo de escándalo: al acceder al paraíso ignoto de la palabra cuando se estaba despertando mi curiosidad, pude disfrutar de experiencias gratificantes que a otros niños les estaban vedadas. Así, el lenguaje se convirtió para mí en una posesión grata, siempre en expansión, siempre renovada e inabarcable. Treinta y tantos años después, puedo afirmar que esa posesión nunca consumada del todo sigue incitándome con nuevos descubrimientos. El lenguaje es la música que nos habita, el estribillo que pone ritmo a nuestra respiración. Una vida sin acceso pleno al lenguaje es una vida sin música, una vida sorda y por lo tanto cercenada.
Mi hija acaba de cumplir los cinco años y aún no le han enseñado a leer en la escuela. Los planes educativos han decidido establecer que los cinco años es una edad demasiado temprana para acceder a ese tesoro de deslumbramientos constantes. Craso error. Cuando a los cinco años no se sabe leer es previsible que a los diez no se sabrá escribir sin faltas de ortografía; y que a los quince no se sabrá desentrañar el significado de un texto mínimamente complejo. Se está reprimiendo una facultad natural en el ser humano; y cuando las facultades naturales se reprimen, no debe extrañarnos que disminuya nuestra capacidad de comprensión. Nos quejamos con frecuencia de que nuestros jóvenes hayan desertado de la lectura; y gastamos ingentes fondos públicos en potenciar los hábitos lectores. ¿No resultaría todo mucho más sencillo si aceptásemos de una vez por todas que los verdaderos lectores sólo existen cuando la lectura se convierte en la primera forma de aproximación a la realidad que los rodea? Si obligáramos a nuestros hijos a permanecer con los ojos vendados hasta los cinco años, lo más normal sería que, una vez removida la venda de sus ojos, mostraran síntomas de fotofobia. Si los mantuviéramos aislados, lo más normal sería que después padecieran misantropía. Del mismo modo, cuando se les hurtan las delicias de la lectura, es natural que crezcan ajenos a su disfrute. Pero afirmar semejante verdad de Perogrullo te convierte inmediatamente en enemigo de la moderna pedagogía.
Llamadme, pues, antimoderno. Yo más bien me considero adversario de la mentecatez y la estulticia. Si a los tres años se empezasen a enseñar los rudimentos de la lectura y la escritura, quizá se podría evitar que nuestros hijos se convirtiesen en analfabetos funcionales. Por supuesto, no sería la panacea universal que aniquilase esta calamidad educativa (son muchos los elementos que conspiran para alejar a nuestros jóvenes de la letra impresa); pero siquiera salvaríamos los primeros escollos. La moderna pedagogía dispone de formidables instrumentos para extender su reinado de sombra; quizá el más eficaz consista en inocularnos la creencia demencial de que, si nos atrevemos a exigir una educación que no reprima las facultades naturales del niño, estamos en realidad abogando por una educación represora y asfixiante. Y, mientras nadie se atreva a denunciar la desnudez del rey, nuestros hijos seguirán condenados a la intemperie, sin una mala letra que los cobije del frío exterior.