Si algo nos ha quedado claro, una vez concluido el penoso proceso de elaboración y aprobación de la última (por ahora) reforma educativa es que nuestros hijos van a tener menos fortuna que aquel niño que se disputaban dos madres ante el tribunal de Salomón. Aquel veredicto que Salomón lanzó, a modo de cebo, para descubrir cuál de las dos mujeres pleiteantes amaba al niño como verdadera madre y cuál quería solamente poseerlo habría deparado en un hipotético litigio sobre nuestro sistema educativo una solución trágica. Y es que, en efecto, hemos podido comprobar cómo nuestros politiquillos prefieren ver antes a nuestros hijos rajados de parte a parte por la mitad que encontrar el modo de alcanzar su bien.
Me impresionó comprobar cómo durante todo el proceso de elaboración de la llamada ley Wert no hubo manera de que se pusieran de acuerdo; y me ha impresionado –o amedrentado, más bien—escuchar las proclamas desde la tribuna parlamentaria de diversos portavoces, afirmando orgullosos que en las comunidades que gobiernan la reforma nunca entrará en vigor, o que tan pronto como accedan al poder se encargarán de abolirla.
Decía el gran Leonardo Castellani que el mal de fondo de la Educación no era otro sino la pretensión del Estado liberal (a través de sus facciones políticas, en el caso de la partitocracia) de monopolizar la escuela, violando el derecho natural de los niños a ser instruidos y el de los padres educarlos conforme a los principios que juzguen más beneficiosos para ellos. La Educación se ha ido convirtiendo poco a poco en una pretensión monopolizadora por parte de las facciones políticas en liza, que no aspiran a otra cosa sino a convertir a las generaciones más menudas en ejércitos de jenízaros de sus respectivas ideologías (por lo demás, tan parecidas en el fondo, pese a aparentes disensiones formales). Diríase que nuestros partidos hubiesen descubierto que el modo más eficaz de construir una sociedad a la medida de sus ensoñaciones hegemónicas es el “indoctrinamiento cultural”; esto es, la inmersión de las almas infantiles y juveniles en el líquido amniótico de la ideología, que pretenden suministrar en la placenta escolar.
En este afán de madres desnaturalizadas por adueñarse del alma de los niños debemos reconocer que la izquierda se había mostrado siempre mucho más gritona. Siempre había sido ella la encargada de arbitrar nuevas leyes que conculcasen de forma cada vez más agresiva los principios que deben regir una Educación sana; y la derecha, tradicionalmente, había desempeñado un papel subalterno de “conservar” las leyes promovidas por la izquierda. No pensemos, sin embargo, que la derecha hacía esto porque (seguiremos utilizando la imagen del juicio salomónico) era la madre que en verdad amaba al niño, sino simple y llanamente porque el papel de la derecha (debido a sus complejos) no ha sido otro sino “conservar” las ocurrencias progresistas. La novedad de la ley Wert es que, por fin, la madre desnaturalizada más modosita se ha igualado a la madre desnaturalizada más vociferante; y entre ambas dejarán a niño hecho unos zorros. ¡Ay, Salomón, ni con toda tu prudencia y sabiduría podrías bregar con estos elementos!