Cuando la vida pierde densidad y fundamento, sentido de pertenencia, trascendencia y misterio, es natural que nos entreguemos a la incoherencia y el hastío, la incertidumbre y la dispersión. Y es entonces, zambullidos en un carrusel de banalidades, debilitados por una vida sin vínculos fuertes, cuando nos entregamos a las adicciones, que en un principio son una escapatoria a ese torbellino de inanidad que nos engulle; y que, inevitablemente, acaban agravando ese mismo torbellino, que tritura y deglute nuestra propia vida y la que quienes nos rodean.
En los últimos tiempos, a la vez que crecen las adicciones de largo arraigo, como el alcohol o las drogas, se han disparado las adicciones de nueva generación, provocadas por nuestra dependencia tecnológica. Nuestra existencia parece haberse convertido en algo demasiado semejante a una carrera sin respiro, tan veloz y asfixiante que hemos llegado a extraviar la meta. Y cuando la noción de la meta vital se niega o emborrona, no nos resta otro consuelo sino atiborrarnos de sensaciones fugaces, atesorar ansiosamente experiencias que resultan siempre insatisfactorias, porque son como añicos de una vida que nunca podremos abrazar en plenitud. Todo en nuestro derredor se torna prescindible, sustituible, sucedáneo; y cuando todo deja de tener valor, nuestra vida se corrompe de una mezcla de flojera y pesadumbre de vivir que, a la vez que agosta el espíritu, trata de encontrar un lenitivo a su dolor refugiándose en la satisfacción compulsiva, nerviosa, de anhelos y apetitos que acaban convirtiéndose en adicciones. Por supuesto, tal satisfacción siempre nos sabe a pacotilla y estafa; pero, como ya nuestra vida carece de un asidero, necesitamos sepultar el regusto amargo de aquella frustración primera satisfaciendo compulsivamente otro anhelo, otro apetito, o un tumulto de apetitos y anhelos que no hacen sino excavar más el vacío de nuestra frustración, hasta que el hartazgo acaba reventándonos por dentro. Y, junto con nosotros, a las personas que nos rodean, principales víctimas de nuestras adicciones.
Internet se ha erigido en una categoría propia aglutinadora de un sinfín de adicciones que no hacen sino dispararse, en alas de un acceso cada vez más sencillo a través de dispositivos móviles. Estamos a un sólo click de exponernos a la ludopatía, a las compras compulsivas, al uso pernicioso de las redes sociales y a la pornografía. Y a veces sin necesidad de pulsar una sola tecla: casi la mitad de los usuarios de internet se han visto expuestos, por ejemplo, a pornografía sin desearlo, a través de pop-ups, enlaces engañosos o emails. Según un estudio realizado por EU Kids casi 40 mil niños españoles de edades comprendidas entre los once y los dieciséis años ven sexo en internet con el total desconocimiento de sus padres; sospecho que es una cifra demasiado optimista que reclama una revisión al alza. Lo que parece irrefutable es que las adicciones tecnológicas de nuestros hijos son consecuencia directa de nuestras vidas desarticuladas y sin meta, nuestras vidas ahogadas de banalidades, caracterizadas por la pérdida de densidad y fundamento, por la ruptura de los vínculos fuertes, por la dispersión y la incertidumbre. Ese es el mejor abono para las adicciones de nuestros hijos (tecnológicas y de las otras); porque nadie puede dar aquello que no tiene.