JUAN MANUEL DE PRADA
// ESCRITOR //
Hace algunas semanas ocurrió un hecho en verdad insólito que tal vez para muchos pasase inadvertido, o siquiera esquinado entre la avalancha de informaciones políticas que por aquellas fechas nos apedreaba. Fueron muchas las comunidades autónomas que se negaron a realizar la famosa reválida o evaluación externa que la disputada (en realidad cada vez menos disputada, ya que ni siquiera el gobierno en funciones que la promulgó la defiende) establece para los alumnos de sexto de primaria. Sospecho que es la primera vez que en España ocurre un hecho de estas características (con la excepción, tal vez, de las sucesivas desobediencias que se han impulsado desde las instituciones catalanas); la primera, desde luego, en que varias comunidades autónomas se niegan a aplicar una ley vigente.
Supongo que esta flagrante y desinhibida desobediencia institucional ha sido propiciada por la peculiar e inestable situación política; pero se trata, desde luego, de una prueba irrefutable de que en España se pueden incumplir las leyes o impedir su ejecución (¡siempre que se haga de forma pacífica, por supuesto!) sin que nada suceda. Lo que nos obliga a reconocer que en España ha dejado de regir el imperio de la ley, o lo que los cursis denominan “Estado de Derecho” (pero ya se sabe que quienes se llenan la boca con palabras altisonantes es porque piensan luego escupirlas, después de hacer gárgaras con ellas). La inanidad del gobierno en funciones ha sido en verdad desarmante; y también la desfachatez de las comunidades autónomas rebeldes, que además han conseguido arrastrar en su decisión a la comunidad educativa.
Nunca hemos creído demasiado en el contractualismo; pero teníamos entendido que las democracias se fundaban en su aceptación, que exige el cumplimiento y aplicación de las leyes vigentes. Por supuesto, las leyes pueden gustarnos más o menos (a mí, por ejemplo, no me gusta nada de nada tener que pagar impuestos); y, desde el punto de vista filosófico, puede aceptarse la desobediencia a leyes inicuas. Pero la realización de una reválida no es un hecho inicuo; podemos juzgarlo más o menos conveniente, oportuno o incluso abusivo, pero en modo alguno inicuo. Y no se puede admitir la desobediencia a una ley fundada en cuestiones de mera desavenencia política, o en discordancias metódicas o conceptuales sobre el modo en que los alumnos deben ser evaluados. Tales cosas ocurren en Estados fallidos, o enfermos de anarquía, o tal vez solamente en manos de gobernantes indolentes y pusilánimes.
En nuestra consideración de la reválida intervienen pareceres encontrados: por un lado, tiene un cariz fiscalizador que la hace sospechosa; por otro, permite enjuiciar el trabajo de alumnos y profesores con criterios homogéneos. Pero, más allá de pareceres encontrados, a nadie se le escapa que quien se resiste a una reválida es porque algo tiene que ocultar (y, por lo común, ese “algo” es una falla o carencia); pues quien nada tiene que ocultar acude a ella en la seguridad de que será una prueba que resolverá con éxito. Con lo que llegamos al meollo de la cuestión: tal vez en esta flagrante desobediencia a la ley se encubra la exaltación del igualitarismo que no acepta contemplarse en el espejo que delata sus lacras y aspira a que la igualación se haga por abajo, según nos recordaba aquella deliciosa quintilla: «¡Igualdad!, oigo gritar / al jorobado Fontova. / Y me pongo a preguntar: / ¿Querrá verse sin joroba / o nos querrá jorobar?». Desde luego, con gobernantes dimisionarios no habrá problema para que todos acabemos jorobaditos.