Una sentencia judicial acaba de establecer que la presencia de un crucifijo en un aula conculca el “derecho fundamental a la libertad religiosa y de culto”. Nosotros pensábamos que lo que conculcaba tal derecho era que se nos impusiera venerarlo; pero si la mera visión de una crucifijo se ha convertido en atentatoria contra los derechos de los españoles…
Una sentencia judicial acaba de establecer que la presencia de un crucifijo en un aula conculca el “derecho fundamental a la libertad religiosa y de culto”. Nosotros pensábamos que lo que conculcaba tal derecho era que se nos impusiera venerarlo; pero si la mera visión de una crucifijo se ha convertido en atentatoria contra los derechos de los españoles, hemos de admitir que los españoles se han convertido previamente en avatares del conde Drácula o de la niña de El exorcista. Habrá, pues, que retirar la cruz allá donde esté expuesta a la contemplación pública; y, del mismo modo que se ha apartado de las paredes de un aula, habrá que apartarla de todas las banderas que la exhiben (pienso en la bandera asturiana, por ejemplo, que ostenta la Cruz de la Victoria, o en la bandera catalana, con la Cruz de San Jorge), y de los escudos de la mayoría de los municipios españoles. También, naturalmente, habría que reclamar que la Cruz Roja repudiase su emblema y sustituyese su designación por otra –¿Socorro Rojo, por ejemplo?– que no conculque los derechos de los draculines españoles; y, en fin, puestos a borrar la cruz de la nomenclatura, habría que empezar a hacer una limpia minuciosa de los topónimos españoles, empezando por Santa Cruz de Tenerife, que es un nombre anticonstitucional que te cagas.
Todas estas propuestas, que pueden parecer irrisorias, acabarán formulándose; y quién sabe si llevándose a cabo. Cosas veredes, amigo Sancho… advertía el ingenioso hidalgo cervantino; y el laicismo rampante está dispuesto, desde luego, a que veamos lo que el sentido común ni siquiera puede llegar a imaginar, porque la misión del laicismo, por mucho que se disfrace con los ropajes modositos de la “aconfesionalidad del Estado”, sólo anhela una cosa: convertir al Estado en un nuevo dios con imperio absoluto sobre el hombre, incluida su propia alma. Cuando leí la noticia sobre la sentencia judicial que ha ordenado retirar los crucifijos de una escuela, recordé aquel hermoso poema de León Felipe, autor nada sospechoso de meapilismo: «Más sencilla, más sencilla. / Sin barroquismo, / sin añadidos ni ornamentos, / que se vean desnudos / los maderos, / desnudos / y decididamente rectos. / Los brazos en abrazo hacia la Tierra, / el astil disparándose a los cielos. / Que no haya un solo adorno / que distraiga este gesto, / este equilibrio humano / de los dos mandamientos. / Más sencilla, más sencilla: / haz una cruz sencilla, carpintero». León Felipe no necesitaba la luz de la fe para entender que en esos dos maderos cruzados se compendía la historia del género humano, con toda su genealogía de debilidad y grandeza, dicha y dolor. En la cruz quedan compendiadas todas las barbaries que el hombre ha perpetrado. En la cruz se resume la odiosa capacidad del hombre para asesinar lo mejor de sí mismo; y también su feroz anhelo de rebelarse contra la muerte.
«Los brazos en abrazo hacia la Tierra, / el astil disparándose a los cielos». En estos dos versos de León Felipe se cifran las dos vocaciones más nobles del hombre: una vocación de piedad, de entrega y donación al que sufre; una vocación de trascendencia que nos empuja a levantarnos siempre sobre el barro del que estamos hechos. Veinte siglos de cultura occidental se resumen en esos dos maderos «desnudos y decididamente rectos»: veinte siglos de conquistas que enaltecen la historia humana; veinte siglos de crueldad de los que se nos invita a abominar. En la cruz, «equilibrio humano de los dos mandamientos», está todo lo que somos, todo lo que anhelamos ser, todo lo que nos avergüenza haber sido.
Al retirar un crucifijo de una pared estamos afirmando un propósito suicida; al renegar de todo lo que esa cruz representa, estamos expresando nuestro deseo de “dejar de ser”. Que así es como nos quiere el nuevo dios que anhela expropiarnos el alma: reducidos a la pura nada, huérfanos del legado moral y cultural que nos explica. Porque el hombre, cuando no puede explicarse, deja de ser hombre, para convertirse en un draculín, en un muerto viviente habitado por un apetito demoníaco de autodestrucción.