La propaganda oficial ha conseguido trasladar al ciudadano medio la idea desquiciada de que la respuesta social a la asignatura llamada Educación para la Ciudadanía no es sino un nuevo episodio de resistencia cavernaria acaudillado por los ultramontanos obispos españoles.
Autor: padresycolegios.com
Por supuesto, cualquier formación política que se atreva a expresar reparos a la nueva asignatura es de inmediato considerada reo de clericalismo.
La propaganda oficial, tan torticera, juega sin embargo con un factor a su favor: es cierto que, en determinados asuntos, la “visibilidad” de los obispos es excesiva; es cierto que con frecuencia la Iglesia católica transmite a la sociedad española una imagen en exceso jerarquizada. El pensamiento católico español (si desea ser percibido como verdadero pensamiento, y no como mero acatamiento a unas directrices episcopales que una parte nada exigua de la población considera meras consignas) debería articularse de un modo menos estratificado, más dinámico, concediendo un mayor protagonismo a los laicos organizados a través del asociacionismo civil. Mientras sean los obispos quienes actúen de ariete, la propaganda oficial podrá seguir ofreciendo una imagen distorsionada y caricaturesca de cualquier movimiento social de oposición; y, al mismo tiempo, la capacidad de convicción de ese movimiento ante el conjunto de la población se ve mermada, pierde credibilidad ante quienes, sin profesar una franca animadversión al pensamiento cristiano, cultivan un cierto anticlericalismo, que es pasión española inveterada y ancestral.
Pero la contestación a la asignatura llamada Educación para la Ciudadanía no es una maniobra episcopal, ni siquiera creo que pueda considerarse una forma de activismo católico. Son muchas las personas que, desde presupuestos en modo alguno confesionales, han mostrado su aversión ante lo que consideran una sibilina forma de adoctrinamiento ideológico. Quienes defienden la asignatura no alcanzan a comprender cómo una persona que desea vivir en sociedad se niega a que sus hijos sean formados en los principios que rigen esa vida en sociedad, los valores que inspiran una forma de gobierno democrática. Pero lo cierto es que dicha asignatura no propone la transmisión de esos principios, sino su interpretación ideológica, pretendiendo además inmiscuirse en ámbitos que pertenecen al ámbito inviolable de la libertad de conciencia. Una prueba evidente de este propósito lo ofrecen los programas oficiales de la asignatura, que en uno de sus epígrafes proponen por ejemplo la formación de “afectos y emociones”. No parece de recibo que una deseable instrucción cívica irrumpa en tales territorios de intimidad; la llamada “geometría de los afectos” ha sido siempre emblema educativo propio de los totalitarismos, empeñados en promover entre sus súbditos una especie de “automatismo de los sentimientos” que facilite sus labores de ingeniería social.
La pretensión de cualquier disciplina educativa debe ser transmitir un conocimiento objetivo. Un profesor de filosofía, por ejemplo, puede ser un confeso aristotélico; sin embargo, esto no lo exonerará de descubrir a sus alumnos la filosofía platónica. Seguramente cuando explique las enseñanzas de Aristóteles pondrá más brío y determinación; pero tendrá también que explicarles las enseñanzas de Platón, porque sabe que sus alumnos serán luego enjuiciados sobre el nivel de conocimientos objetivos que poseen sobre ambas interpretaciones de la realidad. Una asignatura que incluye entre sus contenidos la formación de afectos y emociones renuncia a transmitir conocimientos objetivos; y, en suma, favorece la posibilidad de moldear las conciencias de los alumnos, generando en ellos juicios de valor que no son sino el resultado de una manipulación. Se trata de una asignatura que trata de concienciar; y que, por tanto, crea un tipo de conciencia determinado. Pero la conciencia es prerrogativa de cada ser humano, cada ser humano es dueño de sus efectos y emociones; desde el momento en que hace cesión de su conciencia, se convierte en esclavo. No creo que para llegar a estas conclusiones haga falta someterse a la autoridad de los obispos.