En las últimas semanas dos iniciativas de –llamémosla así, aunque el oxímoron pueda resultar intolerable—“política educativa” han obtenido una repercusión mediática atronadora; en ambas descubrimos, sin embargo, el modus operandi…
En las últimas semanas dos iniciativas de –llamémosla así, aunque el oxímoron pueda resultar intolerable—“política educativa” han obtenido una repercusión mediática atronadora; en ambas descubrimos, sin embargo, el modus operandi propio de nuestra época, que alimenta las lacras en sus orígenes, para después absurdamente tratar de combatirlas en sus consecuencias. La primera de estas iniciativas fue impulsada por Esperanza Aguirre, a quien nadie podrá discutir su olfato político (que sus detractores denominarán “oportunismo” y sus simpatizantes “sentido de la oportunidad”): cuando más arreciaba el debate sobre la indefensión que muchos maestros soportan en escuelas e institutos, la presidenta de la Comunidad de Madrid anunció que les otorgaría el rango de “autoridad pública”. Ignoro si, investidos de tal rango, los maestros reprimirán con mayor facilidad las agresiones, burlas e indisciplinas de sus alumnos; ignoro si tal rango actuará a modo de repelente sobre tales agresiones, burlas e indisciplinas. Pero, por lo demás, que a un maestro se le nombre “autoridad pública” es tan ineficaz como si se le nombra obispo.
La autoridad no es una prebenda o cargo que se adjudique a voluntad del poder político, como se adjudican licencias urbanísticas o ministerios. La autoridad se hace presente mediante una experiencia personal; y tal experiencia de autoridad surge en el alumno cuando se encuentra con una persona cuyo ejemplo vital y cuyo acervo de sabiduría le suscitan una inevitable adhesión. El maestro investido de autoridad no es el que recibe, mediante ordenanza administrativa o nombramiento a dedo, un título que así lo acredite, sino el que provoca en sus alumnos una admiración fecunda; aquél en cuyo magisterio descubren una enseñanza que, a la vez que amplia sus conocimientos, enaltece su vida. Ahora bien, ¿cómo un maestro va a suscitar adhesión entre sus alumnos cuando éstos son incapaces de distinguir qué es lo que enaltece sus vidas? Para que la experiencia de la autoridad sea posible es necesaria una previa formación de la personalidad; y lo cierto es que nuestra época deja la formación de la personalidad al albur del caos y la incertidumbre, mediante la destrucción de los vínculos familiares y la creencia absurda de que nuestros jóvenes pueden erigirse en “maestros de sí mismos”y convertir en código de conducta sus impresiones más contingentes (que, a la postre, son las impresiones que la propaganda mediática desea inculcarles). A un alumno cuya personalidad maltrecha apenas ha logrado sobrevivir a la destrucción de los vínculos familiares y al bombardeo de la propaganda mediática, ¿se le puede exigir que descubra en su maestro un ejemplo vital y un acervo de sabiduría? Mucho me temo que no.
Pero quiero pensar que a Esperanza Aguirre no la guiaba una mala intención. Mucho más insostenible –declaradamente asquerosa, en realidad—se nos antoja la iniciativa impulsada por el presidente galo Sarkozy, que propone “incentivar” a los estudiantes franceses pagándoles un estipendio por asistir a clase. Esto es como si alguien se propusiera incentivar el amor conyugal pagando un estipendio a los cónyuges; que, sin darse cuenta, se verían convertidos en putas. Y esto es lo que propone, dicho sin ambages, el fantoche Sarkozy, uno de los personajes más hinchados, fatuos y falsorros de nuestro tiempo. Cuando ganó las elecciones presumiendo que devolvería a la escuela francesa la excelencia perdida intuí que, bajo la fachada de palabras altisonantes y fantasmonas, estaba mintiendo; y los hechos (por sus obras los conoceréis) no han hecho sino refrendar aquella intuición. Sarkozy prometió estímulo del mérito, prometió orden y disciplina en las aulas, prometió que los alumnos franceses mejorarían su conducta y rendimiento; y ya vemos cómo se propone cumplir aquellas promesas vacuas. Cuando una noble aspiración del ser humano –el amor, la sed de conocimiento—se traduce en monedas, degenera en prestación mercenaria. Tal vez, pagándole generosamente, logremos que una persona que nos aborrece se avenga a abrazarnos muy voluptuosamente, como también podemos lograr que un alumno hastiado finja disciplina y aplicación. Pero a esto se le llama, en ambos casos, prostitución; y, en el segundo, concurre además la circunstancia agravante de corrupción de menores.