He aquí una de las palabras más denostadas de nuestro tiempo. De una persona investida de autoridad no decimos que sea una persona "autorizada", sino "autoritaria", que es tanto como decir que es impositiva, despótica, incluso arbitraria en el ejercicio de su autoridad.
Una de las “conquistas” más reseñables de ese Mayo del 68 que ahora conmemoramos consistió en arrumbar el concepto de autoridad o, mejor dicho, en connotarlo peyorativamente, en adulterar su verdadero significado, para después poderlo arrumbar en los desvanes del descrédito. Cualquiera que trate de reivindicar hoy este concepto desprestigiado se convierte automáticamente en sospechoso de profesar nostalgias cesáreas o fascistoides. El Matrix progre ha conseguido sustentar su poder omnímodo sobre espejismos que refutan la realidad; y uno de esos espejismos –quizá el más eficaz—consiste en negar el significado originario de las palabras, sustituyéndolo por un conglomerado de hojarascas ideológicas. Probemos a liberar la palabra “autoridad” de esa hojarasca confundidora; para ello bucearemos en su etimología latina (y resulta muy revelador que nuestra época se haya esforzado por confinar el estudio de la lengua latina en los arrabales del sistema educativo).
Auctoritas, en latín, es una palabra derivada del supino del verbo augere, que significa “acrecentar”, “hacer crecer”. Una persona dotada de autoridad –esto es, una persona autorizada– es aquella que nos hace crecer, que nos ayuda a crecer, que es capaz de revelarnos la realidad, ensanchando nuestra capacidad cognoscitiva. No existe educación posible sin experiencia de autoridad: el maestro despierta en el discípulo un estímulo que lo ayuda a crecer, provoca en él una conciencia de sus limitaciones y lo acicatea en la búsqueda del conocimiento. Naturalmente, para que ese estímulo se produzca, el maestro debe ser una persona que provoque en el discípulo admiración y respeto, una persona que el discípulo reconozca como digna de emulación.
No existe un oficio tan enaltecedor como el de maestro. Y, sin embargo, es frecuente hallar entre quienes lo profesan a personas desalentadas, consumidas por un sentimiento de esterilidad. Los maestros han sido despojados de su autoridad, que es tanto como si hubiesen sido despojados de su misión, puesto que la autoridad es la aportación propiamente humana del proceso educativo: no puede existir transmisión de conocimiento cuando no se reconoce autoridad en quien lo transmite. Nuestra época pretende que el alumno sea maestro de sí mismo, que juzgue la realidad conforme a impresiones propias, que no pueden ser sino juicios contingentes, cuando les falta el cimiento de la autoridad. Desde ese momento, la figura del maestro pasa a ser irrelevante, sus juicios devienen tan contingentes como los de cualquier otra persona, dejan de ser los juicios de alguien que nos ayuda a crecer, de alguien que ensancha nuestra perspectiva vital. Y así, inevitablemente, el maestro deviene prescindible.
Sólo quien ha sido enriquecido por una experiencia de autoridad puede alcanzar una madurez que le permita afrontar y juzgar la realidad de forma crítica. Y es que, para ser críticos, primero necesitamos un criterio. La autoridad nos proporciona ese criterio; y es adhiriéndonos a ese criterio como luego podremos rectificarlo, exponerlo a controversia, incluso abandonarlo. Pero, al faltar la autoridad, falta el criterio; y sin criterio cualquier desarrollo de la personalidad se convierte en una carrera alocada y sin norte que nos aboca a la confusión y nos hace más permeables a las modas de cada época, a la contingencia de lo perecedero.
Sólo restableciendo la autoridad del maestro devolveremos la salud a nuestra educación. Pero para que la autoridad del maestro pueda restablecerse tendremos primero que aceptar que la primera autoridad son los padres. A los padres corresponde la responsabilidad primordial de hacer crecer a sus hijos; cuando dimiten de esa responsabilidad, todo el edificio educativo se erige sobre cimientos de arena.