Reflexionando estos días sobre la anorexia, esa lacra sin antídoto ni diagnóstico que corrompe a tantos adolescentes, desde edades cada vez más tempranas, me he acordado de Narciso, aquella criatura mitológica que, quizá sin pretenderlo, fue pionera de esta modalidad lenta de suicidio
Narciso, como ustedes ya saben, era un mancebo de belleza agreste y turbadora, requerido por las ninfas de los bosques que lo perseguían sin tregua, obligándolo a hacer de su existencia una incesante huida. En cierta ocasión, mientras Narciso escapaba de la legión de sus pretendientas, se detuvo ante una fuente para saciar su sed, y, al agacharse sobre el suelo, sorprendió el reflejo de su propio rostro en la superficie trémula del agua.
Creyendo que aquella imagen entrevista pertenecía a alguna deidad acuática, Narciso hundió los brazos en el hontanar, pero la aparición se disolvió, como un espectro escurridizo. Al minuto, sin embargo, cuando Narciso ya maldecía su torpeza, el reflejo volvió a dibujarse sobre el agua, repitiendo el gesto de estupor o enamoramiento que ilustraba las facciones del joven. Temeroso de que una nueva reacción abrupta ahuyentase para siempre al destinatario de su pasión, Narciso permaneció inmóvil, asomado al hontanar, durante días o semanas o meses, dejando que su amor estéril lo fuese consumiendo, hasta perecer. Su muerte fue llorada por las ninfas del bosque, sobre todo por Eco, que desde entonces responde con un suspiro de plañidera a todos los caminantes que osan infringir el silencio de su luto.
Cada vez estoy más convencido de que la belleza depende de nuestra mirada. Aunque a los mercachifles de la moda y a los árbitros del cretinismo les convenga afirmar que la belleza se reglamenta según ciertos cánones, lo cierto es que en cada época han convivido tantos cánones como miradas enamoradas. No hay amor sin una mirada previa que nos modele, del mismo modo que no hay belleza en términos asépticos o absolutos, sino que la belleza, para existir, requiere de unos ojos que la deletreen y celebren. Rubens supo hacer bellas mediante la mirada a las celulíticas más orondas, Murillo convirtió en vírgenes a las cantineras que se tropezaba en los tugurios más ínfimos de Sevilla y Rembrandt transfiguró mediante el pincel a Saskia, que quizá fuese una mujer un poco fondona y vulgarota, pero que, transustanciada por la mirada fervorosa del genio, se convirtió en un paradigma de belleza que sobrevive al paso de los siglos. La inteligencia suprema que nos soñó quiso crearnos incompletos, y quiso también intercalar en nuestras vidas a otras personas que nos completaran –nos embellecieran– con su mirada. El error de Narciso consistió en sustituir esa mirada ajena por la mirada propia, en un acto de patética soberbia.
También el error de nuestra época consiste en haber suplantado la mirada benéfica del otro por la mirada absorta de un individualismo estéril. Aspiramos a “gustarnos a nosotros mismos”, una empresa que cabría calificar de desdichada y autista, si no interviniesen en ella otros elementos que nos convierten en peleles manejados por el despotismo de cuatro mercachifles empeñados en secuestrar nuestra voluntad. Aquel espejo de aguas límpidas que atrajo la atención de Narciso hasta hacerlo morir de inanición ha sido reemplazado por los espejos fluctuantes de la moda, que funcionan como una de esas barracas siniestras donde nuestra figura es deformada como la plastilina por cristales cóncavos o convexos. La televisión, con su zarabanda de cuerpos esbeltos y encadenados al gimnasio, y las revistas de papel cuché, con su repertorio profuso de mentecatos respetuosos de la dieta, se han convertido en una especie de oráculo que dictamina los cánones de belleza. Unos cánones que las personas más débiles o huérfanas de una mirada que las complete asimilan miméticamente, como quien acepta un dogma de fe.
No lograremos despojar a nuestros hijos de sus complejos hasta que no acepten que tienen que gustar a otro; no a cualquier otro, sino a ése que un día elegirán para que los complete con su mirada, para que sea el espejo fecundo en el que poder contemplarse sin rebozo, con todas sus arrugas y adiposidades. La mirada ensimismada y amable de ese otro es el bálsamo que suple todos los maquillajes; la mirada correspondida de ese otro es el único canon de belleza que prevalece a las tiranías tontorronas que nos pretenden imponer.