Probablemente, cuando ustedes lean este artículo, el Tribunal Supremo ya se habrá pronunciado sobre la objeción de conciencia a la asignatura llamada Educación para la Ciudadanía.
Probablemente, cuando ustedes lean este artículo, el Tribunal Supremo ya se habrá pronunciado sobre la objeción de conciencia a la asignatura llamada Educación para la Ciudadanía. Aunque la sentencia del Tribunal Supremo no agotará la disputa jurídica (las asociaciones promotoras de la objeción ya han anunciado que proseguirán la batalla ante el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo), establecerá una doctrina sobre tan controvertido asunto que se convertirá en nuevo punto de referencia, al menos hasta que tribunales de mayor rango la sometan a evaluación y examen.
Ignoro cuáles serán los argumentos jurídicos que se esgrimirán en dicha sentencia. Considero, sin embargo, que tales argumentos deberían sustentarse sobre un análisis ponderado del contenido del “derecho a la educación”, e incluso sobre naturaleza de la “educación” misma. La Constitución española establece nítidamente que a los padres corresponde elegir la formación moral que desean para sus hijos; habría, por lo tanto, que determinar si la disputada asignatura incorpora paradigmas morales entre sus contenidos, si de algún modo irrumpe en el ámbito de la conciencia, tratando de modelar la comprensión de la realidad desde interpretaciones ideológicas.
Que la asignatura llamada Educación para la Ciudadanía no transmite un mero conocimiento neutral sobre la realidad ha quedado patente en diversas ocasiones. Recuerdo, por ejemplo, que en cierta ocasión algunos representantes de la escuela católica anunciaron que el contenido de la asignatura sería “adaptado” al ideario de sus centros. El mero hecho de que una asignatura admita tal “adaptación” nos obliga a sospechar sobre el contenido de la misma. Un profesor de Filosofía, por ejemplo, no puede “adaptar” el contenido de su asignatura; si los planes de estudio le proponen, por ejemplo, impartir algunos rudimentos sobre la filosofía platónica, tendrá que hacerlo, por mucho que tal profesor se declare aristotélico. Tampoco un profesor de Literatura que abomine de Góngora podría saltarse la lección donde se establece la importancia objetiva del poeta cordobés, por mucho que sus presupuestos estéticos sean quevedescos. Platón y Góngora constituyen núcleos insoslayables en la transmisión de conocimiento; y una asignatura de Filosofía o Literatura que “adaptara” su programa para soslayarlos estaría amputando la transmisión de conocimiento. Cuando, como ocurre con Educación de la Ciudadanía, el profesor de la asignatura, o el centro donde se imparte, puede adaptarla según su particular adscripción ideológica o sus particulares creencias, es porque evidentemente tal asignatura no transmite un conocimiento objetivo, sino otra cosa de naturaleza muy distinta; transmite, precisamente, ideología, esto es, una “interpretación” determinada de la realidad.
Una asignatura que puede ser “adaptada” a tal o cual ideología o creencia no es en puridad transmisión de conocimiento; y si a través de ella se trata de transmitir determinada interpretación de la realidad usurpa el derecho de los padres a elegir la formación moral que desean para sus hijos. Éste es el asunto de fondo que determina la oposición a esta asignatura; pero se produce en un contexto cultural en el que la educación hace tiempo que ha adulterado su verdadera naturaleza, dimitiendo de la transmisión de conocimiento para adentrarse en el proceloso terreno de la transmisión de ideología, de la conformación de conciencias, de la imposición de paradigmas morales que determinan nuestra aproximación a la realidad. El mero hecho de que muchos miles de padres reclamen su derecho a objetar contra los contenidos de una asignatura es la prueba fehaciente de esta adulteración; pues a ningún padre se le ocurriría objetar contra Platón o Góngora. En el fondo, esta batalla jurídica constituye un debate sobre la naturaleza misma de la educación; y una educación que puede imponer determinada interpretación ideológica de la realidad no es educación verdadera, sino adoctrinamiento e ingeniería social, por muchas bendiciones judiciales que tenga.