Una sentencia del Tribunal Supremo acaba de anular parcialmente el decreto que habría permitido “superar curso” a los alumnos de Bachillerato que hubiesen suspendido tres y hasta cuatro asignaturas, mediante el establecimiento de una suerte de “curso puente” en el que dichos alumnos podían alternar las asignaturas suspendidas con otras del curso siguiente.
La sentencia introduce un poco de racionalidad en el sistema educativo; y nos confronta con una realidad enojosa, cual es el fomento de la “declinación de responsabilidades” como instrumento del poder.
¿Qué se proponían nuestros gobernantes con la introducción de ese “curso puente”? Pura y simplemente, aliviar la “impresión psicológica” de castigo en el alumno; alivio que no era sino un espejismo, puesto que este curso puente en modo alguno lo exoneraba de alargar su Bachillerato. Repetir curso, según cierta comprensión ideológica de la educación, aumenta en el alumno la “sensación de fracaso”; para evitar tal sensación, se introducía un “curso puente” que trasmitiera el alumno la falsa impresión de “ser promocionado”. Falsa impresión que, por cierto, se lograba a costa de dificultar la práctica racional de la enseñanza, duplicando grupos y aumentando el gasto. Naturalmente, todo incremento de gasto empleado racionalmente en la educación no puede considerarse superfluo; pero cuando dicho incremento se funda en la irracionalidad, hemos de preguntarnos sobre las razones que lo inspiran.
Uno de los fines primordiales de la educación consiste en formar personas responsables de sus actos, con capacidad para enjuiciarlos y para asumir sus consecuencias. Maquillar el fracaso de un alumno mediante cualquier forma de promoción encubierta constituye una inversión del proceso educativo. Podrá oponerse aquí que tal “curso puente” no pretendía anular los efectos de un “suspenso”, sino de “restarles gravedad”, otorgando una suerte de “absolución psicológica” al alumno, que de este modo se sentiría menos abrumado por la responsabilidad, menos concernido también con las consecuencias de sus actos.
Así se pretendía aminorar el “fracaso escolar”. Pero restar relevancia a ese fracaso no contribuye a aminorarlo, sino más bien a trivializarlo. Y, cuando se trivializa un fracaso, se trivializa también el logro no alcanzado; en realidad, es la forma más sibilina de negar la relevancia del logro. También se trivializa el concepto mismo de responsabilidad. Y aquí llegamos a la raíz del problema, que no es sólo educativo, sino de supervivencia social: uno de los fenómenos más expresivos de la corrupción de las democracias occidentales es la delegación de responsabilidades que el individuo hace a las instancias de poder. La idea del hombre como ser dotado de libertad para elegir entre lo que le beneficia y lo que le perjudica y de arrostrar las consecuencias de su elección, siempre ha molestado sobremanera al poder; y, para ello, el poder ha diseñado una suerte de paraíso terrenal en el que los hombres ya no tienen que arrostrar las consecuencias de sus actos, fiándolo todo a un poder paternalista que suple las carencias de nuestra voluntad. Este nuevo paternalismo del poder propugna, bajo disfraces más o menos filantrópicos, la conversión de las personas en criaturas estólidas (esto es, desprovistas de razón y de juicio), que se dejan mangonear desde instancias superiores, a cambio de que tales instancias introduzcan un componente de placidez en su vida, a cambio de que mitiguen los efectos traumáticos de sus decisiones equivocadas. Naturalmente, se trata de un caramelo envenenado; pues quien delega su responsabilidad, acaba convirtiéndose en rehén de una voluntad ajena.
El fracaso escolar no se combate con lenitivos que difuminen o hagan menos gravosa la responsabilidad de los alumnos que suspenden, sino confrontándolos con la grandeza del logro que se les exige y no han alcanzado. Y todo logro exige, para no ser trivializado, vencer mediante el esfuerzo personal las tentaciones del desistimiento. Difuminar las consecuencias del desistimiento sólo sirve para deseducar; esto es, para formar personas sin sentido de la responsabilidad.