En mi infancia, hacia las postrimerías del curso escolar, el maestro siempre nos recomendaba que nos compráramos un libro de deberes para el verano, en el que se refrescaban las enseñanzas que nos había transmitido durante nueve meses. Recuerdo que mis padres siempre me compraban –imagino que por consejo del maestro– uno llamado Vacaciones Edelvives, que proponía un compendio bastante apañado de lecturas y ejercicios.
Autor: Juan Manuel de Prada
En mi infancia, hacia las postrimerías del curso escolar, el maestro siempre nos recomendaba que nos compráramos un libro de deberes para el verano, en el que se refrescaban las enseñanzas que nos había transmitido durante nueve meses. Recuerdo que mis padres siempre me compraban –imagino que por consejo del maestro– uno llamado Vacaciones Edelvives, que proponía un compendio bastante apañado de lecturas y ejercicios. Por contagio de aquellos años que ya nunca volverán, se me ha quedado grabada en el disco duro la obligación de dedicar una parte de las vacaciones a esos deberes que nadie nos impone, pero sin los cuales nuestros días parecen adolecer de trivialidad o inconsistencia. Ahora que soy padre, esos deberes tienen como destinataria a mi hija de cinco años; no hace falta decir que son deberes gustosos que me muero por cumplir. He aquí una pequeña lista de mis deberes para este verano:
El día 22 de junio, exactamente el primer día de las vacaciones, se estrena la película Shrek Tercero, la secuela de la saga protagonizada por el célebre ogro de la ciénaga. Mi hija y yo contamos los días que restan para el estreno. Las dos primeras entregas de la serie las hemos descubierto gracias al DVD; y las hemos visto tantas veces que ya casi nos las sabemos de memoria. Huelga añadir que, en el código cifrado de nuestros juegos, mi hija está convencida de ser una reencarnación de la ogresa Fiona; y a mí me ha adjudicado el papel del gruñón Shrek, encargado de liberarla de hechizos y asechanzas y también de velar para que los pretendientes lechuguinos que la acechan se mantengan apartados.
La experiencia de ver una peli de Shrek en una sala oscura se nos presenta a ambos como una aventura de proporciones homéricas; por supuesto, no descartamos la posibilidad de repetirla hasta media docena de veces.
El verano pasado mi hija aprendió a nadar, con esa impremeditación y esa naturalidad ante el riesgo que sólo bendice a los niños. Un día se metió en la piscina y, como una náyade cualquiera, se puso a bracear, desentendida del flotador.
Este verano pasaremos varias semanas en la playa, para que pueda practicar esa habilidad aprendida por ciencia infusa. Confesaré que este deber veraniego me resulta más costoso que el anterior, pues las playas me gustan mucho menos que las pelis de Shrek; pero trataré de sobrellevarlo recordando que también Shrek y Fiona se fueron de luna de miel a la playa. Por supuesto, Fiona se preocupará de que ninguna sirena pelmaza interfiera en nuestras prácticas natatorias.
También iremos al monte, persiguiendo a las mariposas. A mi hija le provoca un gran pasmo que los gusanos se conviertan en mariposas. Este año en el colegio le regalaron unos gusanos de seda, que mientras escribo estas líneas se hallan en fase de crisálida. Constantemente me pregunta por los intríngulis de su metamorfosis. Tratando de saciar su curiosidad, he vuelto a descubrir que la biología es un puro milagro. Y que la única explicación que admiten los milagros es de índole poética. Mi hija está dispuesta a convertirse en lepidopteróloga cuando sea mayor; sospecho que en realidad tiene madera de poeta.
Para tantear esa vocación barruntada, que quizá no sea tal, sino la mera predisposición que todos los niños poseen hacia lo maravilloso, esa querencia que los adultos hemos reprimido, me he propuesto empezar a leerle poemas. Seguramente no acabe de entenderlos del todo; pero captará algo de su emoción escondida, algo de su callado temblor, y con eso bastará. Recuerdo la impresión gozosa que en su día me causó descubrir que las palabras pueden regirse por combinaciones armónicas, que en su corazón anida una fuerza magnética que las aproxima a otras palabras y las hace más plenas y sonoras. Me gustaría revivir aquella impresión exultante viéndola repetida en mi hija.
Y, naturalmente, tendré que saciar su curiosidad incesante, su curiosidad sin freno ni esclusas, que busca en mí respuestas para las preguntas más arduas y vertiginosas. Mi principal deber para este verano consistirá en mantener la curiosidad vigilante, para poder caminar de la mano con la suya y no quedarme rezagado.