Decía Leibnitz que "el dueño de la educación es el dueño del mundo".
Autor: Juan Manuel de Prada
En una correcta interpretación de la frase, todo sistema educativo sano debería esforzarse por hacer dueños de la educación a sus destinatarios, que serán quienes mañana tengan la responsabilidad de guiar el mundo; y, con ellos, a los padres que velan porque lleguen a tenerla. Pero es achaque del poder establecido pretender usurpar ese papel, erigiéndose en propietario de la educación; precisamente porque sabe que, al arrebatar el control sobre la educación, se asegura el control sobre el mundo.
La fractura de la educación nace cuando el poder establecido, en su afán por adueñarse del mundo, viola el derecho que asiste a los padres para elegir la educación que desean para sus hijos. El poder establecido no está hecho para ser pedagogo, sino para asistir y estimular la pedagogía; no está hecho para ser dueño del mundo, sino para garantizar que quienes son sus legítimos dueños lo sean de forma efectiva. Cuando el poder establecido, en su pretensión monopolizadora, aspira a convertirse en dueño de la educación, no hace sino incurrir en una tentación totalitaria.
Y esa tentación totalitaria se muestra de modos muy diversos; el más sibilino de todos ellos consiste en hacer ininteligible el mundo. Una de las fallas más preocupantes de nuestro sistema educativo atañe, precisamente, a la sustitución de un saber que proporcione un conocimiento en profundidad del mundo por un saber puramente utilitario.
Así debe explicarse el menoscabo que, desde hace ya demasiado tiempo, sufren las Humanidades. Sólo el conocimiento del pasado permite una mirada comprensiva sobre la realidad presente; cuando ese conocimiento del pasado se escamotea, la realidad presente se convierte en un carrusel aturdidor. Cuando ignoramos nuestra genealogía cultural nos convertimos en seres desvalidos arrojados a la intemperie; y nuestra fragilidad, nuestro desconcierto ante un mundo que no alcanzamos a comprender, nos hace también más fácilmente manipulables. No se puede avanzar en el conocimiento de la realidad, no se puede establecer un contacto comprensivo con esa realidad sin unos cimientos que nos aporten una idea sobre su significado.
Y esos cimientos los proporcionan las Humanidades: la Historia, el Latín, la Filosofía no son meros ornamentos educativos; son la entraña misma de la educación. Cuando esa entraña se vacía, la realidad a la que pertenecemos, la realidad de la que procedemos, se torna incomprensible; y, desvinculados de esa realidad, nos convertimos en átomos perdidos en la inmensidad de un vacío que no pueden llenar otros conocimientos supletorios, mucho menos forzadas disciplinas concebidas con un inequívoco designio adoctrinador.
Resulta sumamente revelador que el ocaso de las Humanidades coincida con el advenimiento de estas nuevas disciplinas adoctrinadoras. Y es que, cuando previamente se ha arrebatado el sentido del mundo a quienes deberían ser sus dueños, es preciso inculcarles un sentido nuevo o inventado.
A quien ignora la Historia, es mucho más fácil adormecerlo con leyendas; a quien desconoce las corrientes filosóficas que han permitido la configuración del estatuto humano en Occidente, es mucho más sencillo imbuirlo de supersticiones demagógicas. Y, en fin, a quien le ha sido arrebatada la posibilidad de construir su visión del mundo sobre los cimientos que proporcionan las Humanidades resulta mucho más practicable convertirlo en víctima de la “homologación gregaria” propia de cada época. Una educación que arrincona las Humanidades es una educación expropiadora, que condena a quienes deberían ser dueños del mundo a la condición de náufragos, arrojados a la vorágine de mil fuerzas externas –tendencias, modas, inercias– cuyo común denominador es la alienación.
Y así quienes tendrían que ser los legítimos dueños del mundo se convierten en esclavos del poder establecido.