Una sentencia del Tribunal Constitucional ha prohibido a unos padres escolarizar a sus propios hijos en el domicilio familiar. De este modo, una opción que permanecía hasta hoy en el limbo de la alegalidad es prohibida expresamente por el máximo intérprete de la Constitución, que exige que los niños sean escolarizados en un centro educativo oficial.
Esta sentencia sirve para ilustrar los callejones sin salida a que conduce la abolición de un principio de derecho natural. Elegir la educación que desean para sus hijos es, en efecto, un derecho natural de los padres; y, además de un derecho, una responsabilidad que a ellos incumbe, pues en puridad la escuela no es sino la prolongación natural de la familia: son los padres quienes, en origen, fundan la escuela, conscientes de que sus limitaciones y carencias les impiden completar la educación de sus hijos; y conscientes también de que toda educación es inseparable de un proceso de socialización del que sus hijos deben aprovecharse.
Con esta concepción de la escuela como prolongación natural de la familia acaba el Estado liberal, que con la excusa de “vigilar” la pedagogía se erige a sí mismo en pedagogo, imponiendo una escolarización obligatoria que, en sí misma, puede parecernos buena y necesaria; pero que deja de parecernos tan buena y necesaria cuando descubrimos que no es sino el subterfugio para establecer una enseñanza que ya no es la que los padres desean, sino la que el Estado Leviatán pretende instituir. De este modo, el Estado Leviatán rompe los vínculos de la tradición, asegurándose de que los principios en que esos niños van a ser educados ya no sean los que los padres quieren transmitirles, sino los que el Estado Leviatán, erigido en tiránico pedagogo, impone.
Una vez consumada esta fractura, muchos padres se revuelven perplejos, tras descubrir que lo que ese Estado Leviatán erigido en pedagogo está transmitiendo a sus hijos nada tiene que ver con lo que ellos hubiesen deseado. Sólo que, para entonces, los vínculos de la tradición que en otro tiempo permitían que la escuela fuese una prolongación natural de la familia han sido arrasados por completo. ¿Qué salida les resta entonces a esos padres perplejos? Pues la única que el Estado liberal les permite, siquiera de boquilla: el ejercicio de las “libertades” individuales. Rotos los vínculos de la tradición, a los padres que no desean que sus hijos se conviertan en genízaros de la ideología gubernativa no les resta otra salida sino educar a sus hijos en casa. Pero educar en casa supone quebrar el sentido comunitario que toda educación sana incorpora.
Entonces el Estado Leviatán, artífice de una educación enferma, se rasga las vestiduras y exclama, falsamente escandalizado: “¡No podemos permitir que esos niños no sean escolarizados en un centro oficial!”. Y así esa última salida de emergencia –el ejercicio de las “libertades” individuales– se convierte en un callejón sin salida. Porque, en efecto, el hombre es un animal social, un zoon politikón, que diría Aristóteles; y una educación que ignore esta faceta de su naturaleza puede calificarse de inhumana.
Conque el Estado Leviatán primero se preocupa de arrebatar a los padres el derecho natural que les asiste, erigiéndose en pedagogo; después se preocupa de romper los vínculos de tradición que unían familia y escuela y de convertir las aulas en viveros de la ideología gubernativa; y, cuando los padres se rebelan, les prohíbe educar a sus hijos en casa, erigiéndose hipócritamente en abogado de esos niños a los que unos padres tiránicos pretenden aislar de la sociedad… previamente corrompida por el Estado Leviatán. Una magnífica paradoja que esta sentencia del Tribunal Constitucional entroniza; y que a mi amado Chesterton le hubiese encantado denunciar. Lástima que uno careza de su brillo literario.