Ya saben que hay una corriente pedagógica que promueve una visión lúdica de la educación. ¿Qué es lo que mejor hacen los niños? Jugar. Por tanto, dicen, transformemos el proceso enseñanza-aprendizaje en un juego y obtendremos resultados espectaculares.
Venzamos la resistencia natural de los chavales a aprender con sus mismas armas y convirtamos la educación en un divertido pasatiempo, etc., etc. Esta forma de entender la educación que hunde sus raíces en el constructivismo pedagógico de los años 60 y 70.
Burdamente explicado, el constructivismo entiende que es el propio chico o chica el que debe construir su universo de conocimientos. En consecuencia, hay que fomentar la espontaneidad creativa del chaval, el adulto no debe intervenir intrusivamente porque podría pervertir el ‘natural’ proceso de aprendizaje, el profesor se convierte en simple gestor del conocimiento, etc. ¿Qué hay detrás de todo esto? El buen salvaje de Rousseau. ¿Y delante? Todos esos elixires pedagógicos milagrosos que ofrecen una educación divertida y sin esfuerzo. Trascribo el titular de dos notas de prensa de hoy mismo: “Ahora aprender inglés es más fácil y divertido, averigua cómo” e “Innovadoras clases para niños a través del juego y el teatro”. No querría pecar de ligero en la crítica, pero cuidado…
Esta semana, la investigadora sueca Inger Enksvist se hace eco en el semanario “Magisterio” de un informe que desmonta ocho ‘verdades’ pedagógicas que han anegado colegios y hogares. La última ‘verdad’ se refiere precisamente a la borrachera constructivista y es desmontada con la siguiente afirmación: “El tiempo de los alumnos debe usarse para el aprendizaje y no para otras actividades”. Y continúa: “Además, el ‘buenismo’ daña seriamente la calidad de la Educación porque los propios alumnos contribuyen a disminuir la eficacia de la enseñanza por su falta de respeto ante el sistema escolar”.