Concluye el curso escolar sin que aquel ansiado (sólo de boquilla) “pacto educativo” se haya alcanzado; o quizá sea más exacto decir sin que ni siquiera exista propósito alguno de alcanzarlo.
Y tal vez así sea mejor, pues mientras las facciones políticas en liza no acepten que el derecho a la educación es de titularidad inalienable e indivisible, y que tal titularidad corresponde a los educandos y a sus padres, cualquier “pacto educativo” resultará inevitablemente dañino, por fundarse sobre un expolio. De expolio, en efecto, debe calificarse el empeño en convertir el derecho a la educación en una suerte de “concesión graciosa” que los poderes públicos hacen a la ciudadanía (y ya se sabe que “ciudadanía” significa pueblo convertido en rebaño, despojado de sus derechos naturales y reducido a la condición de “beneficiario” de las concesiones que el poder le otorga). Cuando el derecho a la educación es usurpado a sus legítimos propietarios se convierte en adoctrinamiento; y esa “potestad para adoctrinar” es la que las facciones políticas quieren para sí, sabedoras de que una educación orientada ideológicamente constituye la más eficaz vía de ingeniería social y garantiza un incesante granero de votos. Si las facciones políticas en liza alcanzasen algún día un “pacto educativo”, mientras no renuncien a ese entendimiento torticero del derecho a la educación como potestad del poder para adoctrinar, demostraría tan sólo que, como en la época de la restauración, han llegado a un entendimiento para “alternarse” en el poder.
Entretanto, y mientras dure el expolio, quien juega en territorio favorable es la facción política que convencionalmente llamamos “izquierda”, que es la que ha promovido las sucesivas reformas educativas que se han pergeñado durante las últimas décadas; y la que, históricamente, mayor conciencia ha tenido de la importancia esencial de la educación desvirtuada como instrumento de ingeniería social. Ahora la derecha también parece que empieza a cobrar conciencia de esta verdad incontrovertible; y parece dispuesta a disputarle a la izquierda el trofeo, aunque el retraso que le lleva nos permite augurar que cualquier intento por variar de la noche a la mañana los paradigmas culturales entronizados durante décadas por la izquierda e introducidos, a modo de chips emocionales, en las meninges de sucesivas generaciones de españoles será baldío. Y, aunque no lo fuera, mientras la titularidad del derecho a la educación no sea restituida a sus legítimos propietarios, cualquier cambio o leve rectificación del rumbo emprendido por la ingeniería social no hará sino perpetuar el expolio.
La última expresión de este expolio, cuyo fin último no es otro sino convertir a nuestros hijos en genízaros de la ideología gubernativa consiste en introducir en las escuelas “actividades formativas relacionadas con la educación sexual”, con un “enfoque integral” que contribuya al “reconocimiento y aceptación de la diversidad sexual”. Tales “actividades formativas” serán impartidas por “agentes” designados específicamente por los “poderes públicos”; es decir, por personas ajenas al claustro docente. Donde se completa un triple y flagrante atentado: en primer lugar, contra la libertad de enseñanza; en segundo, contra la patria potestad; y, en fin, contra los derechos de los menores. Pero libertad de enseñanza, patria potestad y derechos de los menores se convierten en pejigueras, cuando el derecho a la educación degenera en “concesión graciosa” de los poderes públicos. Y mientras no nos rebelemos contra esta degeneración, que no es sino el disfraz con que los poderes públicos disimulan la pretensión de modelar a su gusto y conveniencia la esfera interior de la “ciudadanía” (su alma o conciencia o como queramos llamarla), no habrá salud en la escuela. Y, si esa rebelión no se produce pronto, no tardará en llegar la época en que los padres que se opongan a que sus hijos sean adoctrinados en la ideología gubernativa serán vistos –y perseguidos– como peligrosos delincuentes.