Entre los infinitos índices de malestar que se pueden encontrar hoy por todas partes, uno de los mejores es el que aplica cuánto dinero se dedica a comprar comida, del total de dinero disponible.
Es de los más fáciles porque todos sabemos cuánto dinero nos queda cada mes, después de haber comprado la comida. Según me dicen datos recientes, el porcentaje del consumo final que se va a alimentos lo encabeza Azerbaiyán, con más de un 50%, seguido de Bielorrusia, Marruecos, Argelia, Jordania, Ucrania y Egipto. En todos esos países, más del 40% del consumo final se va a los alimentos.
Parece que el malestar se hace evidente y definitivo cuando hay que gastarse en comer más del 40 por ciento de lo que se gana y así se explican buena parte de las explosiones populares que se producen como si nadie las hubiera organizado, de las que tenemos buenos ejemplos recientes. Desde que empezó la revuelta, los precios de los comestibles no han hecho más que subir, subir y subir. El trigo vale un 110% más que hace un año; el maíz, un 87%; la soja, un 59%; y el azúcar, un 22%. El Índice de Precios de los Alimentos que elabora la FAO no hace más que romper récords, dice un colaborador de El Mundo.
¿Y cuánto más vale la bolsa de la compra de hoy con respecto a la de ayer o a la del mes pasado? Es fácil que cada uno se mire a si mismo y a lo que se gasta en comida para saber más o menos por dónde va el índice de malestar de cada casa. Con la cosa de que si se va acercando al 40 por ciento de los ingresos, uno puede darse por aludido de que se acerca a niveles insostenibles de vida, de esos que generan revueltas y manifestaciones. Parece que la razón de todo está en que el hambre es de los sentimientos más difíciles de soportar. De entre la multitud de cosas aplazables que hay en la vida, el hambre es la que menos, y más todavía cuando el hambre lo pasan junto a uno mismo sus familiares más queridos. Se puede aplazar cualquier compra, menos la de la comida.
Evidentemente hay grados y grados en eso de pasar hambre, y cuando ya la dieta es mínima, el desfallecimiento hace que no queden ganas ni de protestar, y se deja uno ir a la buena de Dios y de la limosna de los otros. Lo malo está en la fase intermedia, cuando empiezan los recortes de lo que más gusta, y luego las cantidades, y luego hay que vivir del sobrepeso de los años anteriores, pero eso dura poco. Los que lo han pasado dicen que pasar hambre es terrible y que uno es capaz de lo que sea con tal de salir de esa situación.
Y si estamos muy por encima de ese 40 por ciento, es el momento de pensar lo terrible que lo están pasando otros y las violencias a las que les obliga su situación.