A diferencia de la economía
que pasa por épocas de
bonanza y cae luego en
profundas crisis, la educación
vive en estado de crisis permanente.
Autor: Victoria Camps
De la educación se espera la corrección de casi todo lo que funciona mal, razón por la cual, mientras el mundo no sea perfecto, las formas de educar nos dejarán insatisfechos. La sensación de impotencia se agrava cuando, desaparecidos los dogmas sobre la mejor forma de educar, nos encontramos solos ante nosotros mismos, en la urgencia de atender a los retos que se nos echan encima y sin seguridad de ningún tipo sobre cuáles son las respuestas más convenientes. Nuestra educación no sabe cómo orientarse. La batalla de la cantidad está ganada. Con la democracia, el derecho a la educación quedó garantizado, hoy no hay niños sin escolarizar. Pero tenemos un fracaso escolar de los más elevados de Europa, un fracaso que golpea a los más pobres y a los que tienen menos recursos para superarlo. El problema no es menor y abordarlo significa enfocar el reto de la calidad. El fracaso escolar no es un problema puramente técnico que se resuelve con métodos innovadores, con más recursos económicos, menos alumnos por aula o profesores mejor preparados. Los recursos materiales son importantes pero no atienden al objetivo de la educación, que mira mucho más lejos. El objetivo de la educación –dice la Constitución Española– es la formación de la personalidad de acuerdo con los valores de la democracia y de la convivencia. El proyecto educativo debería proponerse la educación de la persona en el sentido más literal del término: conseguir que cada uno dé lo mejor de sí mismo tanto en su relación con los demás como en su relación con el conocimiento. Es dudoso que ese proyecto sea visto como prioritario. Seguramente un pasado de educación autoritaria y dogmática nos ha inhibido de pensar que tiene que ser posible inculcar formas de vida con métodos más suaves y más cálidos. La ley del péndulo nos ha llevado de aquella educación detestable a una educación sin norte, cargada de problemas e incapaz de discernir cuáles de ellos son fundamentales. Al niño hay que enseñarle a ser autónomo, esto es, a ser capaz de pensar y decidir por sí mismo. Para lo cual, escuela y familia deben ir de la mano, establecer complicidades, dar muestras de que trabajan en común y no a la greña. Si educar es, por encima de todo, formar el carácter moral de la persona, esa formación empieza en la familia y continúa en la escuela, no es obligación exclusiva de esta última. Vivimos en un mundo en el que cada cual actúa por separado y va a su aire, nadie parece preocuparse del conjunto. El interés general no existe. Así, la economía está dando claras muestras de que sólo la inspira el egoísmo de quienes la manejan, la clase política se enmaraña en luchas partidistas, los medios de comunicación buscan consumidores por encima de ciudadanos que necesitan ser informados. No es el mejor ambiente para albergar unos propósitos educativos algo más altos. Me temo, sin embargo, que la educación siempre ha sido eso, el intento de contrarrestar lo que la sociedad por sí sola no enseña.