A mi hija, de ocho añitos, el médico acaba de diagnosticarle una contractura en la espalda, causada muy probablemente por el excesivo peso de la mochila que todos los días lleva a clase. La mochila de mi hija –como suele ser habitual– va montada sobre un carrito con ruedas…
A mi hija, de ocho añitos, el médico acaba de diagnosticarle una contractura en la espalda, causada muy probablemente por el excesivo peso de la mochila que todos los días lleva a clase. La mochila de mi hija –como suele ser habitual– va montada sobre un carrito con ruedas; pero nunca faltan ocasiones en que debe levantarla a pulso –las inoportunas escaleras, los bordillos insalvables, el paso de peatones que exige acelerar el paso–, tarea que se me antoja sobrehumana en una niña de tan tierna edad. El peso de la mochila lo conozco bien, porque cuando voy a buscarla al colegio, de regreso a casa, cargo con ella; y, reconociendo que no soy hombre de gran fortaleza física, he de confesar que, si no quiero llegar a casa con el brazo entumecido y acalambrado, debo hacer algún alto en el camino.
Y la pregunta que siempre me hago es la siguiente: “¿Es preciso que un niño cargue con un peso que no puede soportar –o que sólo puede soportar ayudado de unas ruedecillas– para ir a la escuela?”. La misma pregunta me la hacía cuando yo mismo era niño (entonces ni siquiera se había impuesto la moda de las ruedecillas, cargábamos la mochila con los libros sobre nuestras sufridas costillas); y entonces llegué a la conclusión de que, en aquel suplicio, había una suerte de conjura cósmica, una confabulación de padres, profesores y editores de libros de texto cuya finalidad era semejante a la del tercio de varas en las corridas de toros. El picador alancea al toro para refrenar sus bríos y obligarlo a humillar la testuz; y los adultos –reflexionaba yo– hacen lo propio con los niños, obligándolos a cargar con un peso desmedido e insoportable, de tal modo que lleguen a clase con la espalda hecha cisco, en un intento de desbravarlos, de reducir sus ímpetus y ardores, renovando así aquella condena que los dioses adjudicaron a Sísifo. La explicación, desde luego, era rocambolesca; pero a mis entendederas infantiles le parecía la única posible: porque, ante la irracionalidad, sólo caben las explicaciones rocambolescas.
Cuando era niño, contemplaba con envidia aquellas “enciclopedias Álvarez" en las que estudiaron mis padres: un solo volumen en el que se compendiaban todas las disciplinas escolares. Es cierto que aquellas enciclopedias eran menos vistosas que los libros de texto en los que yo estudié, y muchísimo menos que los libros en los que estudia mi hija (que, de tan vistosos, podrían calificarse de naderías profusamente ilustradas); pero –¡al diablo la vistosidad!– al menos eran manejables y sustanciosas. Y, sobre todo, ¡estaban pensadas para que un niño cargase con ellas sin miedo a padecer contracturas en la espalda! A nadie se le escapa que, en la proliferación absurda de libros de texto que hoy padecemos, subyace un criterio editorial de provecho crematístico que conspira contra las economías familiares, lo cual ya tiene bastante delito; pero que también conspire contra la salud de nuestros hijos, y que lo permitamos sin proferir una sola queja, es algo que no tiene perdón de Dios.
Todos los libros que mi hija carga cada mañana para ir a la escuela podrían contenerse perfectamente –despojados de inanes farfollas didácticas y de la proliferación mentecata de ilustraciones superfluas con que se adereza cada lección– en un volumen enjundioso, que sumado a un humilde cuaderno de deberes y a un estuche de lapiceros bastaría para colmar sus necesidades escolares.
Ni siquiera entro a discutir la conveniencia o inconveniencia de que los libros de texto sean sustituidos por artilugios electrónicos (que, a mi modesto juicio, son en la mayoría de los casos contraproducentes para la formación, por favorecer la dispersión y la adicción tecnológica). Bastaría con que toda esa proliferación de libros inflados hasta el artificio por la avaricia editorial fuesen sustituidos por un volumen enjundioso que liberase a nuestros hijos de la degradante condición de mulas de carga. Tampoco creo que sea una aspiración irrealizable; bastaría con que nos guiásemos por un mero criterio de racionalidad. Pero mucho me temo que la racionalidad ha dejado de guiar los criterios educativos.