Dicen que está de moda la lentitud, pero a ver quién se lo explica a los niños cuando se ponen a corretear o a los adolescentes que tienen siempre una respuesta preparada, discordante y demoledora para cualquier plan organizado con tiempo y llamadas telefónicas mutuas, como puede ser el de ir a ver a los abuelos.
Autor: Rafael Guijarro
Dicen que está de moda la lentitud, pero a ver quién se lo explica a los niños cuando se ponen a corretear o a los adolescentes que tienen siempre una respuesta preparada, discordante y demoledora para cualquier plan organizado con tiempo y llamadas telefónicas mutuas, como puede ser el de ir a ver a los abuelos. El estrés y esas cosas malas de la civilización, la prisa, las ganas de llegar a tiempo; estar preparado para lo que vaya a suceder, que muchas veces es solo ganar lo justo para proteger a la familia de las incomodidades; estar atento a las oportunidades, a la casualidad, a la ocasión de hacer algo bien o algo mejor. Tantas cosas hacen soñar con una vida más tranquila, sin atascos de lunes a viernes por ir a trabajar, y de fin de semana por ir a descansar, todos al mismo tiempo, buscando lo mismo: llegar, llegar, llegar a tiempo, y sin poder conseguirlo, sin dedicarle mucho más a planificarlo todo.
Y cuando ya parece que las cosas se han programado para que salgan bien, los niños se ponen a corretear, y los adolescentes se enfurruñan, y mamá da un grito, y papá un frenazo para forzar un atrevido cambio de carril que permita llegar antes; y allí están los abuelos encantadores, sonrientes, con la merienda preparada, despacio, despacio, acogiendo a los apresurados que acaban de llegar con los nervios de punta, preguntando cosas inverosímiles de las que ya no se acuerda nadie más que ellos, el santo de alguien, el cumpleaños de no se quién, los exámenes de la niña, el dentista de los niños; los niños correteando, los adolescentes distantes y esperando a que acabe ese domingo infinito, tan lento. Y papá y mamá manteniendo la conversación, la taza en la mano, y ojeando a sus retoños.
No parece que el problema esté en que todos prefieran ir más lento: hasta a los niños les gusta: saborear las cosas como los dulces y la relación con las personas queridas, alargar esos momentos. Lo que pasa es que no siempre coinciden los momentos lentos de unos con los momentos lentos de otros. Las tardes de los domingos tienen tela, el fútbol en la radio, a la vuelta, porque le gusta a papá y lo soporta mamá, y los niños enlatados en el coche con ganas de haber jugado más tiempo, y los adolescentes renegando de la tarde perdida para estar con su pandilla, hablando, tranquilos, de sus cosas. Como si todavía no supieran que lo más difícil es aprender a perder el tiempo, a que no pase nada cuando no pasa nada de lo que estaba previsto, pero ha habido ocasiones de ir más lento.