España aparece
en los puestos más rezagados:
si se trata de medir el llamado "fracaso
escolar", los estudiantes españoles
aparecen entre los más damnificados.
Autor: Juan Manuel de Prada
Cada vez que se elabora un informe sobre educación a nivel europeo, España aparece en los puestos más rezagados: si se trata de medir el llamado “fracaso escolar”, los estudiantes españoles aparecen entre los más damnificados; si de lo que se trata es de medir sus conocimientos, los resultados son desoladores; también los profesores españoles se hallan entre los más desmoralizados, deprimidos y hartos de predicar en el desierto… Nunca he creído demasiado en la estadística; pero incluso un escéptico en las bondades de la demoscopia como yo se siente perturbado, también zaherido por el veredicto siempre coincidente de estos informes. Además, a diferencia de otras prospecciones y análisis estadísticos, los que radiografían el estado de nuestra educación admiten una fácil comprobación empírica: aunque seguramente disientan en las soluciones, quienes padecen en carne propia nuestra depauperación educativa –me refiero sobre todo a los profesores– coinciden en las lamentaciones.
Nos enfrentamos a un problema perentorio que atañe a nuestra dignidad social, a lo que deseamos ser y sobre todo a lo que deseamos legar a las generaciones futuras. Y un problema de estas características exige, ante todo, generosidad; exige capacidad para afrontar la situación desde posiciones componedoras, con altura de miras que arrincone o siquiera aplace diferencias ideológicas. Sin embargo, nuestros representantes políticos parecen convencidos de que la solución sólo se logrará acentuando la diferencia ideológica, abroquelándose en posiciones irreconciliables. Los gobiernos se suceden, y cada uno se atrinchera en sus maximalismos, trata de imponer su propia visión ideológica de la educación, que naturalmente sólo durará mientras dure su mandato; y en cambio renuncia a acometer las reformas que podrían detener la depauperación de nuestro sistema, sustituyéndolas por parches de circunstancias, a menudo meras operaciones de maquillaje que a la larga sólo servirán para agravar el descalabro.
Hay quienes defienden que, tras las próximas elecciones, los partidos mayoritarios en liza deberían formar una coalición de gobierno al estilo alemán, para no depender de hipotecas nacionalistas. Seguramente, tal coalición sea irrealizable, dado el grado de enconamiento que se respira en la política española. Pero sería deseable que ciertas zonas de la acción política quedaran al margen de la trifulca, que no estuviesen supeditadas al esquizofrénico juego de reformas y contrarreformas legales, que no fuesen devoradas por el afán de obtener réditos electorales. Pero para que esto fuese posible necesitaríamos políticos generosos, políticos que renunciaran a hacer del ámbito educativo el corralito de sus preferencias ideológicas, capaces de entender que la salud de nuestra sociedad exige renunciar a la tentación del adoctrinamiento ideológico. Sospecho que tales políticos no existen en nuestra España actual; o, si existen, están asfixiados por el enconamiento ambiental.
Resulta desquiciante comprobar que todo el debate en torno al problema educativo que se ha sustanciado en España durante los últimos años ha tenido siempre un cariz rastreramente ideológico: se sigue discutiendo el estatuto de la asignatura de religión, se crea una nueva asignatura llamada Educación para la Ciudadanía que sólo satisface a sus promotores, etcétera. En cambio, los problemas de fondo que relegan el sistema educativo español a las posiciones más rezagadas en el concierto europeo se soslayan, incluso se agudizan mediante la exacerbación de un debate ideológico que amenaza con devorar lo que verdaderamente importa. Diríase que nuestros políticos estuviesen más preocupados por formar sucesivas remesas de estudiantes que el día de mañana se amolden a tales o cuales principios ideológicos que por garantizarles su derecho a una educación de calidad. Algún día deberán responder por tal desafuero; pero, entretanto, engolfados en sus trifulcas bajunas, permiten que la educación española se mantenga en el furgón de cola.