El ministro Gabilondo ha reconocido que su gabinete estudia la posibilidad de alargar la enseñanza obligatoria hasta los dieciocho años. El anuncio ha sido acogido –digámoslo piadosamente– con un entusiasmo…
El ministro Gabilondo ha reconocido que su gabinete estudia la posibilidad de alargar la enseñanza obligatoria hasta los dieciocho años. El anuncio ha sido acogido –digámoslo piadosamente– con un entusiasmo perfectamente descriptible; y, en algunos foros, con franca animosidad y rechazo. La ampliación en dos años de la enseñanza obligatoria exigiría, en primer lugar, una aportación humana y financiera considerable: más profesores, desde luego, con sus correspondientes sueldos; y probablemente también más centros educativos. Pero no creo que el argumento que deba esgrimirse contra la hipotética reforma sea de índole económica: quienes consideramos que el gasto público en educación debe ser prioritario, contemplaríamos con mayor simpatía que nuestros impuestos se destinasen a pagar profesores o construir institutos que, por ejemplo, a organizar Olimpiadas, o incluso candidaturas fallidas a las Olimpiadas.
Nuestra objeción es de otra índole. El sistema educativo español padece muy diversas enfermedades que demandan soluciones urgentes; y algunas de estas enfermedades –que, sin hipérbole, podríamos calificar de crónicas–, como la calidad de la enseñanza o el fracaso escolar, no harían sino agravarse con la imposición de una enseñanza obligatoria hasta los dieciocho años. En el fondo de todas las reformas educativas que, en nombre del sacrosanto nombre del progreso humano, han alargado el plazo de la enseñanza obligatoria subyace un entendimiento torcido del "derecho a la educación", que no es una "concesión" del poder establecido, sino una propiedad inalienable de cada individuo. Al poder establecido le corresponde la obligación de hacer efectivo tal derecho; y también la de evitar que haya personas que renuncien a ejercer el derecho inalienable que le asiste. El poder establecido, en efecto, tiene que evitar que los individuos usen su autonomía individual para despojarse de sus derechos: y así, debe velar por su vida, aunque haya individuos que deseen quitársela; debe velar porque su trabajo sea remunerado, aunque haya individuos que deseen esclavizarse; debe, en fin, velar por su instrucción, aunque haya individuos que deseen vivir en la ignorancia. Para asegurar que nadie renuncie a su derecho a la educación se establece un plazo para la enseñanza obligatoria que garantice la instrucción básica de cada individuo; plazo que en otro tiempo se fijó en los catorce años, que ahora se establece en los dieciséis y que el ministro Gabilondo propone alargar hasta los dieciocho. ¿Alguien puede creer seriamente que para completar la instrucción básica de un individuo sea preciso obligarlo a estudiar hasta edad tan avanzada?
Una enseñanza obligatoria hasta los dieciocho años aumentará desde luego, el número de estudiantes que no desean estudiar; y que, a la vez que se les impide encontrar su vocación en un desempeño profesional que no exija conocer los rudimentos de la filosofía platónica o resolver logaritmos, impedirán o al menos estorbarán que otros los conozcan y resuelvan. Al aumento cuantitativo de estudiantes se corresponderá, infaliblemente, un descenso en la calidad de la educación: se aliviarán los programas, en un esfuerzo por hacerlos accesibles a aquellos alumnos que no desean estudiar; se rebajará la exigencia, para que no se queden descolgados… ¿Y todo para qué? Para aumentar la frustración de nuestros alumnos: para unos, asistir a clase se convertirá en una condena de Sísifo que retarda su verdadera vocación (y, ante esa condena impuesta, reaccionarán con hosco desinterés); para otros, esa asistencia se convertirá en un suplicio que no colma sus expectativas (e, inevitablemente, esa insatisfacción degenerará en falta de estímulo). Y aquí es donde la educación deja de ser un derecho para convertirse en "concesión" del poder, indeseada para unos y otros.
Claro que, por contra, con la ampliación de la enseñanza obligatoria hasta los dieciocho años se podrían maquillar las galopantes cifras de paro. Que, al fin y a la postre, puede que sea el propósito último de tan delirante ocurrencia.