Periódicamente surgen voces que exigen "autofinanciación" para la Iglesia. Cuando se recuerda que esa autofinanciación ya va a ser efectiva a partir de este mismo año, se aduce que la Iglesia sigue recibiendo dinero a través de los conciertos educativos.
Autor: Juan Manuel DE PRADA
En las últimas semanas, he escuchado voces que, de forma más o menos explícita o brumosa, exhortan a la revisión de dichos conciertos; exhortaciones que, más allá de su tono descaradamente chantajista, juegan sin rebozo a la mistificación más burda. Las partidas presupuestarias que las administraciones públicas destinan a los conciertos educativos nada tienen que ver con la financiación de la Iglesia. Por el contrario, son subvenciones prestadas a centros de iniciativa social –cuya titularidad, dicho sea de paso, no siempre es eclesiástica–, en reconocimiento a un servicio que tales centros prestan a la sociedad. Servicio que, además, se brinda en cumplimiento de un derecho fundamental que asiste a los ciudadanos, que es el derecho a la educación.
Un derecho que, como ha determinado nuestro Tribunal Constitucional, “comprende la facultad de elegir centro docente, incluyendo prima facie la de escoger un centro docente distinto de los creados por los poderes públicos”. Nuestra Constitución, por lo demás, establece en su artículo 27.9 que “los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca”, afirmación que contiene un mandato explícito, y no una mera posibilidad discrecional. Aclarar estos extremos puede parecer una perogrullada; pero son tantas las voces que tratan de asimilar los conciertos educativos a una financiación solapada de la Iglesia que conviene resaltar la naturaleza muy diversa de ambos conceptos. El principio de aconfesionalidad o neutralidad religiosa del Estado puede aconsejar que los poderes públicos no favorezcan la práctica de tal o cual fe; en modo alguno puede ser la excusa para poner en entredicho unos conciertos cuya razón de ser es el cumplimiento efectivo de la libertad de enseñanza y del derecho de los padres a elegir la educación que desean para sus hijos. Como puede leerse en el artículo 13 del Acuerdo Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: “El derecho a la libertad de enseñanza implica la obligación de los Estados miembros de hacer posible el ejercicio práctico de este derecho, incluso en el aspecto económico, y de conceder a los centros las subvenciones públicas necesarias para el ejercicio de su misión, y el cumplimiento de sus obligaciones en condiciones iguales a las que disfrutan los correspondientes centros públicos, sin discriminación respecto a las entidades titulares, los padres, los alumnos o el personal”.
Sospecho que este intento rocambolesco de asimilar las ayudas a la escuela concertada con la financiación de la Iglesia subyace una concepción radicalmente inconstitucional del derecho a la educación. Un derecho que en modo alguno puede considerarse originario y emanado del Estado (y que, por lo tanto, el Estado no puede conceder graciosamente según le pete), sino que por el contrario es originario de los individuos que componen la sociedad. Al Estado, según establece el principio de subsidiariedad, sólo le corresponde regular las condiciones necesarias para que los individuos que componen la sociedad puedan ejercitar eficazmente los derechos de los que son titulares. La estricta verdad es que la escuela concertada es garantía del ejercicio de un derecho fundamental; y también que, a través del servicio que presta a la sociedad española, propicia un notable ahorro al erario público, pues hoy por hoy una plaza en los colegios acogidos al régimen de conciertos cuesta al Estado mucho menos que una plaza en los colegios públicos.
Uno puede entender que el anticlericalismo inveterado de ciertos sectores de la sociedad española propicie excesos retóricos; pero en modo alguno puede amparar mistificaciones tan burdas. Los conciertos educativos tienen que ver con la financiación de la Iglesia lo mismo que la metempsicosis con el psicoanálisis. Y tal vez quienes favorecen estas mistificaciones no harían mal pasándose por el diván freudiano.