Resulta curioso. Mientras los padecemos, se nos antojan una experiencia
traumática; pero luego, al cabo de los años, alumbrados por la luz amable de la
memoria, constituyen una de las reminiscencias más vívidas de nuestra infancia y
adolescencia.
Autor: Juan Manuel de Prada
Seguramente sea porque durante las semanas en que preparábamos los
exámenes finales nuestra sensibilidad estaba más a flor de piel que nunca,
nuestra inteligencia más despierta, nuestros nervios más estimulados. Las
rutinas domésticas se trastornaban, nuestros padres se desvelaban por favorecer
nuestro estudio. Y el tiempo, de repente, adquiría una textura distinta, una
profundidad hasta entonces desconocida: cada hora se tornaba valiosa como un
lingote de oro, cada minuto contenía la promesa de una salvación o una condena,
cada segundo se incendiaba de angustias y alivios hasta hacerse incandescente.
Vivíamos sobre el filo de una navaja; y esta sensación de riesgo constante, de
expectación tensa y preñada de augurios, nos obligaba a saborear cada instante
como si fuese el último.
¿Quién no recuerda aquellas horas sustraídas al
sueño, desveladas de zozobras, en que súbitamente creíamos olvidar todo lo que
habíamos aprendido durante meses? ¿Quién no recuerda aquellas "chuletas", a
menudo meros trucos nemotécnicos, que pergeñábamos la víspera del examen, con
caligrafía críptica o liliputiense? A menudo la confección de aquellas
"chuletas" nos llevaba más tiempo de lo que hubiésemos empleado en memorizar tal
o cual fórmula matemática, tal o cual lista de afluentes de un río, a menudo
aquellas "chuletas" se revelaban inservibles, bien porque la vigilancia del
maestro nos impedía utilizarlas, bien porque las preguntas del examen orillaban
su asunto, pero ¡cuánto mimo empeñábamos en su preparación! Yo recuerdo que,
durante el Bachillerato, escribía aquellas chuletas en caracteres griegos
(ventajas de ser "de letras"): de este modo, las obras de Lope de Vega o los
avatares de la Guerra de los Cien Años se convertían en un galimatías
ininteligible, incluso para los ojos escrutadores del profesor. En cierta
ocasión, la chica que ocupaba un pupitre contiguo al mío –la chica de la que
secretamente estaba enamorado–, me arrebató de un zarpazo el examen que acababa
de terminar, dejando sobre mi mesa tan sólo un par de folios en blanco. Era un
examen de Filosofía: y mientras ella copieteaba los razonamientos escolásticos
de Santo Tomás de Aquino o el mito platónico de la caverna, el profesor se
aproximó a mi pupitre y me susurró al oído: "Pero, Juan Manuel, ¿qué te pasa?
¿Por qué no escribes nada? Si esto te lo sabes perfectamente". Yo sudaba la gota
gorda, mientras a mi lado la dama de mis pensamientos usufructuaba mis modestas
sabidurías.
Al acabar el examen, como expresión de gratitud, aquella
chica me dejó acompañarla hasta el portal de su casa y besarla en los labios,
que sabían a goma de nata y sonrisa despeinada. ¿Cómo olvidar aquellas semanas
de junio, sobresaltadas de exámenes? Todavía, mientras escribo estas líneas,
guardo en la memoria el rescoldo de aquellos labios, mucho más vívido que los
razonamientos escolásticos de Santo Tomás o los mitos platónicos.