Lo que definitivamente impulsa, sobre
alguna base en educación, el
desarrollo, es la actitud de la familia
en favor del esfuerzo. Lo contrario
también es cierto.
Autor: JUAN VELARDE
Debemos a Gary Becker que nos haya conducido a la comprensión del extraordinario impacto que tiene la familia en la economía. Ahora mismo lo observamos en España. El fundamento para que nuestro país continúe por la senda del crecimiento radica en la necesidad de que la familia acepte el papel clave de obligar a los hijos a llevar a cabo, con el mayor grado de excelencia posible, su proceso educativo, sin regatear esfuerzos propios y de los hijos para alcanzar el éxito. Si la familia se inhibe, poco se puede hacer. Cuando se observa lo que impulsó a la economía española hacia un crecimiento fortísimo a partir de los años cincuenta, enseguida se percibe que uno de sus factores nada despreciables fue el de que, a unos aceptables programas educativos se unía, en el hogar, una especie de exigencia coactiva muy apreciable sobre el estudiante.
Esto es muy importante. Cuando se analiza, en el ámbito de la Unión Europea, para 2003 –última fecha con datos de Eurostat homogéneos para conocer el nivel ese año del PIB por habitante y el gasto en educación del Sector Público en porcentaje del PIB–, se observa que el gasto en educación no impulsa per se el desarrollo. Dicho de otro modo, el que exista ese gasto es condición necesaria, pero no suficiente. Lo que definitivamente impulsa, sobre alguna base en educación el desarrollo, es la actitud de la familia en favor del esfuerzo. Lo contrario también es cierto: esto es, que la desidia de la familia frena el desarrollo.
No es posible explicar sin una acendrada colaboración familiar fortísimos desarrollos asiáticos de la costa del Pacífico, o el singular caso del prodigioso avance de Irlanda –en 1985 tenía una renta por habitante menor que la española y en 2005 supera en esa magnitud a todos los países de la Unión Europea, salvo Luxemburgo–, o desde luego progresos fortísimos como el mencionando de España en los cincuenta y los sesenta.
Las familias así, con esta actitud positiva en pro del esfuerzo, rompen además cualquier lazo con la sociedad estamental, y crean una sociedad muy abierta. Sin ella tampoco es posible que exista un fuerte avance económico. El riesgo se agazapa si los miembros de una generación creen que lo que lograron con esfuerzo escolar les da bula para no exigir –el exigir siempre es molesto– que sus hijos trabajen en sus actividades formativas tanto como ellos. Agréguese que, el fortísimo dinamismo de la Revolución Industrial y el que, de modo irreversible, hayamos entrado en una economía globalizada, origina que la generación que en un país no sea trabajadora, me atrevería a decir que casi ascética compulsiva, verá que sus ventajas de todo tipo se esfuman. En tal caso, los habitantes del país contemplarían, como una especie de Paraíso perdido, lo que había acontecido una o dos generaciones antes. Siempre existe algún Milton para relatar eso. En el pecado de no exigir esfuerzo intelectual a los hijos, muy pronto se lleva la penitencia de verles fracasar.
El gran poeta portugués Fernando Pessoa nos ofreció así en sus Odas de Ricardo Reis, en la traducción de Ángel Campos Pámpano, el mensaje básico de lo que debe ser la base firme de la vida –por cierto, muy en primer lugar la económica , y dónde debe asentarse la diversión, la poesía, la evasión, por muy intelectual que se sea, pero todo en su sitio y en su orden:
Pongo en la altiva mente el fijo [esfuerzo de la cultura, y a la suerte dejo, y a sus leyes, el verso; que, cuando es alto y regio el [pensamiento, súbdita la frase lo busca, y el esclavo ritmo lo sirve.