El Gobierno de Zapatero (como, por lo demás, todos los Gobiernos que lo han
precedido) presume de sensibilidad social. España sigue siendo, sin embargo, uno
de los países donde menos dinero público se invierte en la ayuda y promoción de
la institución familiar; uno tras otro, se suceden los Gobiernos de distinto
signo, pero la familia sigue siendo la gran perdedora a la hora de hincar el
diente a las subvenciones.
Autor: JUAN MANUEL DE PRADA
Resulta paradójico que, por ejemplo, la partida
destinada a la financiación (faraónica) de la televisión pública siga siendo
mayor que la muy paupérrima partida destinada a las familias españolas. La mera
comparación de las cifras se nos antoja aflictiva; pero mucho más aflictiva aún
resulta si consideramos que el dinero empleado en la financiación televisiva no
constituye una mera cantidad que, hipotéticamente, podría emplearse con mayor
aprovechamiento en la promoción familiar, sino más bien una inversión sibilina
que anhela el exterminio de la familia. Quiero especificar que no postulo la
desaparición de las televisiones públicas, aunque me repugne que sean
convertidas en órganos de propaganda por los sucesivos Gobiernos. Por el
contrario, añoro aquel tiempo en que no existían televisiones privadas ni
parecidas zarandajas, que no han hecho sino traer consigo una morralla de
programuchos que sepultan a la sociedad bajo la viscosidad de sus deyecciones.
Por desgracia, la televisión pública no ha podido "o no ha querido"desempeñar la
misión formativa para la que estaba llamada y ha sucumbido a esa moda horterilla
y taruga impuesta por las privadas. Hoy la programación televisiva se compone a
partes iguales de anestesia y adoctrinamiento: se enchufa a las audiencias el
suero de la estulticia, para después ametrallarlas con las consignas que
garantizan su mansedumbre. A esta doble tarea se encomiendan los principales
esfuerzos televisivos: quizá las privadas descuellen por su esfuerzo
anestesiante; las públicas no admiten rival en su esfuerzo adoctrinador.
En
esta tarea de degeneración y naufragio social, las televisiones se tropiezan con
un ámbito en el que aún el hombre puede encontrar cobijo frente a sus
agresiones. Este ámbito de resistencia numantina lo constituye la familia, que,
por fundarse sobre leyes naturales, sobrevive a la munición de regulaciones más
o menos contingentes que buscan su ruina. De ahí que las televisiones, como
centinelas escrupulosos del Poder, se esmeren muy fervorosamente en urdir y
propagar los llamados –en un alarde de cinismo–, programas familiares que, con
la coartada de la "diversión para todas las edades", atomizan a las familias y
las disgregan en una mera adición de individuos estólidos, aislados, de
inteligencia sordomuda, que abdican de sus vínculos con la realidad, para
ingresar en las filas de la masa, donde la única relación consanguínea la
establece la devoción común a los mismos programas infectos.
Cada uno de esos
millones de euros empleados en la financiación televisiva no es un millón que se
escamotea a la familia, sino un millón que se invierte en su enconado
exterminio. Para atemperar mi pesimismo, me sumerjo en la lectura de las
memorias de Víctor Hugo; allí encuentro una cita que sirve para ilustrar mi
argumentación: "Si descomponéis una sociedad, no encontraréis como último
ingrediente al individuo, sino a la familia. La familia es el cristal de la
sociedad". El Poder prefiere suplantar ese limpio cristal por la pantalla
abigarrada y narcotizante del televisor. ¿No será que su aspiración suprema no
es regir una sociedad, sino una informe masa?