La noticia de este comienzo de curso es que la llamada gripe A no ha dejado las escuelas cerradas. En lo que uno descubre un residuo de numantina cordura rebelándose contra la histeria ambiental; pues sólo de histeria puede calificarse este clima de temor…
La noticia de este comienzo de curso es que la llamada gripe A no ha dejado las escuelas cerradas. En lo que uno descubre un residuo de numantina cordura rebelándose contra la histeria ambiental; pues sólo de histeria puede calificarse este clima de temor desaforado que se ha extendido entre las sociedades occidentales. Un temor que los organismos internacionales generan, los medios de comunicación propagan y los políticos aprovechan para aparecer ante nuestros ojos como falsos mesías de quienes depende nuestra salud y, en definitiva, nuestra propia vida. Que así es como los políticos quieren vernos: convertidos en medrosos gurruños de carne que, hasta para respirar, dependen de sus designios.
En el fondo de la histeria colectiva desatada por la gripe A descubrimos esa latente fragilidad de las sociedades occidentales, que habían confiado ilusoriamente que el progreso de la ciencia y la búsqueda incesante de una mayor eficacia administrativa las hacía invulnerables. Este simulacro de invulnerabilidad les había hecho creer que las plagas eran siempre algo que ocurría extramuros del atlas; pero de repente descubren que todos los adelantos de la ciencia y todas las murallas protectoras que sus benéficos gobernantes han levantado para mantenerlas protegiditas se tambalean ante la emergencia de un virus que sólo se atisba a través del microscopio. ¿Y ahora qué hacemos?, se preguntan, con angustiada zozobra, las sociedades occidentales. ¿Dónde hay que poner una reclamación? ¿A qué teléfono de ayuda debemos llamar? ¿Quién se encargará de velar por la salud de nuestros hijos?
Nuestra reacción atolondrada consiste en reclamar a los políticos vacunas que inmunicen a nuestros hijos, remedios que, como el bálsamo de Fierabrás, posean efectos milagrosos. Y en medio de toda esta tremolina se nos olvida que, hasta la fecha, la llamada gripe A no ha demostrado en modo alguno ser más nociva que la gripe común que cada año nos visita; la gripe común que cada año arrebata cuatro o cinco mil vidas en España y alrededor de medio millón en el mundo. Nunca se nos hubiera ocurrido, cuando se estrena un curso escolar, pensar que nuestros hijos se contasen entre esas posibles víctimas: los llevábamos a la escuela con la esperanza de que nadie se la contagiara; y confiábamos que, con un poco de suerte o con la ayuda de Dios, el contagio fuese a la postre inocuo, y no les causara otros quebrantos que unos pocos días de cama con fiebre. Este año, sin embargo, azuzados por la irresponsabilidad de los organismos internacionales, la insensatez de los medios de comunicación y el mesianismo de nuestros políticos, los llevamos a la escuela atenazados por un oscuro pavor, sintiendo que la camisa no se nos pega al cuerpo. ¿Qué nos ha ocurrido?
Nos ha ocurrido que han logrado convertirnos en criaturas que reaccionan a los estímulos de la propaganda como el perro de Paulov reaccionaba al sonido de la campana. Y, como el perro de Paulov segregaba saliva al capricho de Paulov, nosotros segregamos miedo al capricho de la propaganda, como otras veces segregamos complacencia, o resignación, según le convenga a la propaganda. Hemos perdido la naturalidad que otorga la sabiduría vital, esa naturalidad que nos permite afrontar la enfermedad con la gallardía (que no es temeridad) de quienes, sabiendo que pueden ser sus víctimas, pueden seguir viviendo sin temor; de quienes, velando previsoramente por su salud y la de los suyos, no se dejaban dominar por la angustia de quienes sólo confían en remedios milagrosos, tal vez porque han perdido la confianza en sí mismos, y desde luego la confianza en Quien está por encima de ellos. Y cuando los hombres pierden esas dos confianzas elementales es que han dejado de ser humanos; pero en ese rasgo de numantina cordura que nos ha llevado a abrir las escuelas se demuestra que aún no hemos dejado de serlo por completo.