Demasiado tiempo con las máquinas
hace que no quede tiempo para
otra cosa. Las personas están vivas,
dan respuestas soprendentes y no
admiten que se las desconecte
Autor: Rafael Guijarro
En un chiste de Forges, un chico le decía a otro: “mi hermano se llama Sony”; y el otro le preguntaba: “¿cuántos años tiene?”; y el primero respondía: “años, no sé, pero pulgadas tiene 21”. El trato más frecuente con las máquinas que con otras personas no soluciona casi nada. Aunque parezca que si tuviéramos de todo, no necesitaríamos de nada, dentro del todo hay algunas cosas más necesarias que otras, y una de ellas es el trato personal de tú a tú, que todavía ninguna máquina ha conseguido mejorar.
No hay como llamar por teléfono a una de esas centralitas automáticas: “si quiere plín, pulse uno, si quiere plon, pulse dos, y si está ya completamente desesperado, pulse almohadilla y ya veremos si podemos atenderle personalmente”. Almohadilla, arroba, asterisco son esos signos para entenderse con las máquinas a los que hemos tenido que llamar así, aunque no son ni almohadillas, ni arrobas, ni asteriscos.
A los niños les pasa igual. Su hermana, con la que más tiempo están, se llamará Consola, y tendrá botones y joystick, con la ventaja de que si siempre ella les gana, le pueden rebajar el nivel de dificultad, hasta vencerla. Dialogar con las máquinas tiene la ventaja y el inconveniente de que se apagan y se vuelve a empezar; y lo mismo si se quedan colgadas o si dan respuestas que no gustan.
Por eso las máquinas siempre son más aburridas que las personas. Una máquina nunca sustituye el trato personal, sino que muchas veces lo impide. Demasiado tiempo con las máquinas hace que no quede tiempo para otra cosa. Las personas están vivas, dan respuestas sorprendentes y no admiten que se las desconecte con facilidad. Y por eso resultan tan enormemente atractivas e insustituibles. Tan imposibles de cambiar, tan irritantes, a veces; y tan adorables, otras. Tan únicas, siempre.
Las máquinas se compran, se venden o se tiran, pero eso no se puede hacer con los demás sin convertirse en un cafre. Sólo de pensarlo ya da grima, no sólo por plantearse hacerlo, sino por admitir la posibilidad de que lo hagan contigo, que se aburran de tus manías y te tiren a la papelera como los envoltorios de los chuches, después de habérselos comido.
El mejor juguete para un niño son sus hermanos y después, sus padres. Una infancia con Sony debe ser aburridísima e incomprensible para uno mismo y para los demás. Ganar siempre e imponerse siempre, a la larga sólo anticipa monumentales coscorrones cuando llegue la hora de tratar de tú a tú con personas de verdad.