En un programa de televisión que contemplé hace varías semanas se incluía un reportaje sobre el estropicio educativo. Los reporteros acercaban el micrófono a chavales que a simple vista parecían alumnos de Bachillerato y les hacían preguntas así de arduas:
Autor: Juan Manuel de Prada
¿Cómo se llamaban los Reyes Católicos? , o bien ¿Quién escribió el Quijote? Los chavales se encogían de hombros, se reían bobaliconamente o huían del acoso de los reporteros. Confieso que pensé que se trataba de un programa amañado; para mi pasmo, amigos profesores me han confirmado que entre sus alumnos se cuentan algunos que, en efecto, serían incapaces de responder a tales preguntas. Tal descubrimiento me produjo una suerte de desazón lindante con el pavor; y, aunque luego me especificaron que tales alardes de ignorancia supina eran excepcionales, no logré espantar en varios días aquella desazón.
En realidad, mucho más que aquellos ejemplos de burricie clamorosa que en aquel programa se congregaban, me sobresaltó saber que, por ejemplo, un estudiante de letras sólo recibe tres horas semanales de Lengua y Literatura. Cuando yo tenía su edad (hace apenas veinte años escasos), recibía hasta cinco horas de Lengua y otras tantas de Literatura. También dos o tres de Latín (a las que había que sumar al menos una de Griego: reconozco que elegí un Bachillerato de letras duras) y otras tantas de Filosofía. Hoy el latín ha sido desterrado de los plantes de estudios; a lo máximo que un estudiante deseoso de zambullirse en la Antigüedad puede aspirar es a una asignatura divulgativa de cultura clásica, en la que apenas se le imparten unos rudimentos que mezclan su pizquita de mitología, su pizquita de historia y en la que apenas se llegan a estudiar las declinaciones. La filosofía no ha corrido mejor suerte: un bachiller de la última generación accede a la universidad sin haber oído hablar de Platón, santo Tomás de Aquino o Descartes (hace apenas veinte años, comentábamos en clase el Discurso del método). La historia, como no podía ser de otro modo, también ha sido recortada en su horario lectivo. Lo cual nos lleva a constatar que las Humanidades han desaparecido casi por completo de los planes educativos.
Tal amputación es algo inhumano. Tan inhumano como extirpar a un hombre un órgano vital, tan inhumano como condenar para los restos a una persona a la amnesia. Podemos pensar que tal amputación es algo inocente, un extravío de la moderna pedagogía perpetrado sin malicia, por una especie de candorosa veleidad. O también podemos pensar que tal amputación ha sido arteramente planeada con un fin inconfesable. Las Humanidades explican lo que somos, dilucidan nuestra genealogía intelectual y espiritual, nos ofrecen un diagnóstico lúcido de la realidad que vivimos, al mostrarnos la realidad de la que procedemos. Arrumbarlas en el desván de los armatostes inservibles equivale a condenar a la intemperie espiritual e intelectual a nuestros jóvenes. Al privarlos de un criterio explicativo de la realidad, los obligamos a zambullirse en la incertidumbre y el caos, en un tiovivo de banalidades que aturden y mensajes ininteligibles.
Y aquí debemos formularnos una pregunta sin mayor dilación. Cui prodest? ¿A quién beneficia tamaño estropicio? ¿Quién ha decidido impávidamente que nuestros hijos concluyan su etapa educativa sin conocer mínimamente el tapiz de la historia, sin haberse asomado a las obras maestras de nuestra literatura, sin haber siquiera atisbado el cielo de los arquetipos platónicos? ¿A quién le interesa que nuestros hijos permanezcan inhumanamente encerrados en la caverna? ¿No será justamente a los mismos que les impiden el acceso a las fuentes de la verdadera sabiduría, para atiborrarlos de consignas y dudosas educaciones para la ciudadanía? ¿No será que quieren convertirlos en esclavos?