El asesinato de la joven Marta del Castillo ha desatado una oleada de repugnancia entre la poca gente sana que va quedando en esta sociedad corrompida; pero también las habituales muestras de consternación farisaica entre quienes denodadamente emplean sus esfuerzos en la corrupción de la sociedad.
Corromper, como se sabe, es lo contrario de educar; pero tanto para corromper como para educar hace falta primero crear un clima moral, a partir del cual se forman o se deforman los caracteres. La deformación nata del carácter (la psicopatía pura y dura) es, en contra de lo que se piensa, infrecuente; y, cuando se da, los frenos sociales pueden llegar a cohibirla en muchos casos. Pero cuando esos frenos sociales se remueven la deformación nata campa por sus fueros; y la deformación cultural o adquirida no hace sino acrecentarse.
Entre las muestras de consternación farisaica propiciadas por el asesinato de Marta del Castillo me ha llamado especialmente la atención esa propuesta de elevar “la edad mínima para mantener relaciones sexuales consentidas”. A nadie se le escapa que, si los adolescentes mantienen “relaciones sexuales consentidas” a edades precoces es porque, previamente, los frenos sociales que les impedían hacerlo han sido removidos; a nadie se le escapa que los adolescentes son educados (esto es, corrompidos) como si fuesen monos, de tal modo que sus vivencias emotivas desemboquen en “conductas sexuales”. Traíamos hace unos meses a esta sección la carta de un profesor que había presenciado cómo a niños de doce y trece años se les habían repartido condones en el instituto, después de que tal reparto fuese aprobado por el claustro. Se trata, si se quiere, de un caso extremo (aunque mucho menos inhabitual de lo que imaginamos); pero la extremosidad del caso no puede distraernos de una realidad tristemente generalizada. Y la realidad es que esos jóvenes cuya edad para mantener “relaciones sexuales consentidas” se pretende ahora elevar han sido antes corrompidos minuciosamente, hasta convertirlos en perros de Paulov que reaccionan ante cualquier estímulo sexual.
Nos advertía Chesterton, con su penetración característica: “Lo que ha ocurrido es que el mundo se ha teñido de pasiones peligrosas y rápidamente putrescentes; de pasiones naturales convertidas en pasiones contra natura. Así, el efecto de tratar la sexualidad como cosa inocente y natural es que todas las demás cosas inocentes y naturales se empapan y manchan de sexualidad. Porque no se puede conceder a la sexualidad una mera igualdad con emociones o experiencias elementales como el comer o el dormir. En el momento en que la sexualidad deja de ser sierva se convierte en tirana”. Cuando se incita a la sexualidad, presentándola como un mero “disfrute del propio cuerpo” o como una forma gozosa de “interacción”, una pasión natural está siendo convertida en pasión criminal. Se nos dice que la razón por la que en Estados Unidos florecen tantos asesinos en serie es porque en ese país hay libre acceso a las armas; esto es, porque se les facilita el estímulo. En cambio, si se nos ocurre decir que la hipersexualización que empapa la educación constituye el mejor estímulo de conductas aberrantes y un portillo abierto a la proliferación de las más diversas violencias, enseguida seremos tachados de reaccionarios.
Se nos ha dicho que la sexualidad humana es benéfica, que nada hay de malo en someterla a constantes estímulos; y hemos dejado que a nuestros hijos los eduquen –o los hemos educado nosotros mismos– en la satisfacción de esos estímulos. Pero lo cierto es que la sexualidad humana es como el agua: benéfica cuando se encauza y contiene; destructora cuando los cauces se desbordan y se rompen los diques. Pero hete aquí que los corruptores que favorecen esos desbordamientos pretenden ahora imponer “límites legales” a las relaciones sexuales. Actúan como el bombero pirómano, que corre a sofocar el fuego que antes azuzó. Y, extrañamente, logran aparecer ante nuestros ojos como benefactores de la infancia, cuando sólo son corruptores que, después de liberar un monstruo dormido, tratan en vano de aherrojarlo. Pero ya se sabe que el fariseísmo de los corruptores suele disfrazarse con los ropajes pérfidos del puritanismo.