Reza el tópico que los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla. Ojalá fuese así. Más bien creo que la ignorancia del pasado constituye una negación del futuro, una bárbara y obscena reivindicación del caos y de la nada.
Autor: Juan Manuel de Prada
Un profesor de Historia me escribe, denunciando la penuria en que yace postrada la enseñanza de una asignatura que debería servir para explicar nuestro lugar en el mundo, nuestra raigambre intelectual, el árbol genealógico de nuestra idiosincrasia. Si la tragedia que cotidianamente se vive en las escuelas consistiese tan sólo en despachar con una mención sucinta el reinado de Carlos V, o en resolver nuestro siglo con veintidós líneas preñadas de lugares comunes quizá podríamos consolarnos con una sonrisa sarcástica; pero el proceso de degradación que corrompe los planes educativos vigentes no se detiene en estas anécdotas pavorosas, sino que extiende sus raíces hasta el meollo mismo de nuestra identidad. De lo que se trata no es ya de tergiversar el pasado o de suplantar la verdad con maquinaciones fraudulentas, sino, pura y simplemente, de desmantelar el hermoso andamiaje sobre el que se ha sustentado nuestra cultura a lo largo de los siglos.
Este proceso degenerativo de ruptura con nuestra tradición cultural no afecta únicamente a la enseñanza de la Historia. El latín, la literatura, el arte y, en general, toda disciplina humanista que contribuya a guarecernos frente al vacío de la barbarie ha sido arrinconada con una minuciosidad y un ensañamiento que sólo pueden explicarse como el fruto de una confabulación premeditada. Parece que se aspira a privar a toda una generación de las herramientas intelectuales que nos permiten acceder al conocimiento hondo de la realidad y a sustituir las fuentes de ese conocimiento por un caudal de informaciones banales y descontextualizadas que conviertan nuestra travesía por la vida en un peregrinaje ciego y errabundo. Este concienzudo expolio de la cultura clásica acarreará unas consecuencias incalculables: el conocimiento, el verdadero conocimiento, al ser desterrado de las escuelas, prestará su hueco a la manipulación histórica, a los falseamientos ideológicos, a ese nefasto relativismo moral al que los hombres desamparados se aferran cuando les falta un vigoroso cimiento sobre el que poder edificar su curiosidad. La depauperación educativa no se contenta con desterrar las cronologías o el recuento prolijo de hechos pretéritos; también aspira a demoler el sustrato cultural sobre el que se asientan dichos hechos. Se trivializa el pasado para exorcizar su influjo benefactor; quienes han promovido esta mezquindad se aseguran así una sociedad lacaya, enfangada en los andurriales de la ignorancia.
Así se consigue arrojar al hombre a la intemperie. Y cuando el conocimiento no nos asiste, hemos de protegernos de la intemperie mediante la superstición. Del mismo modo que, durante los siglos más lóbregos del Medievo, los siervos de la gleba se sometían al oscurantismo religioso, hoy refugiamos nuestra orfandad intelectual en las cavernas de la tecnología. Los mismos gobernantes que contemplan con negligencia o estolidez el desprestigio de las disciplinas humanistas proclaman con orgullo la entronización de Internet en las escuelas (¿alguien ha observado que escribimos "Internet" sin artículo que determine su género y con Mayúscula Mayestática, como si nos estuviésemos refiriendo a Dios?), como si la tecnología pudiese sustituir el legado inabarcable de los siglos que nos preceden. Ofuscados por esa calentura mentecata que practican los advenedizos y los nuevos ricos, hemos pensado que el papanatismo pedagógico y la superstición tecnológica pueden redimirnos de esta incuria espiritual que entre todos estamos fabricando. Mañana quizá comprendamos la magnitud de la barbarie que risueñamente hemos consentido; pero mañana quizá sea demasiado tarde.