"La vamos a violar, la vamos a rajar y luego la vamos a mear encima". Este es el recado que cuatro alumnos de un instituto toledano lanzaron a una profesora que había cometido la imperdonable tropelía de expulsar del aula a uno de los cuatro valentones, tras sorprenderlo copiando en un examen.
Tan abyectas amenazas fueron castigadas por la dirección del centro con la sanción máxima, que son quince días de expulsión (los mismos, por cierto, que se imponen cuando se acumulan tres partes consecutivos por faltas injustificadas de asistencia); pero, expirado ese plazo, los mozalbetes han vuelto al instituto, siquiera mientras el órgano educativo competente considera su posible traslado a otro centro. De modo que la profesora vejada en su dignidad y amenazada de muerte tiene que pasar por el trago de volver a dar clase a quienes profirieron semajantes amenazas y vejaciones.
La profesora envió una carta al diario ABC exponiendo sus tribulaciones; y así ha podido conocerse su caso, seguramente no demasiado distinto de otros muchos que cotidianamente acontecen en institutos y escuelas, donde ejercer de profesor empieza a resultar más peligroso que colgarse en el chaleco la estrella de sheriff en Tucson. Algunos pasajes de la carta estimulan nuestra piedad; otros resultan estremecedores hasta el repeluzno; y en todos ellos relumbra la lúcida denuncia de la indefensión de una mujer a la que se ha encomendado la misión de educar hombres y se ve obligada a convivir con hienas. Así, ante la posibilidad de que el traslado de los valentones a otro centro no se realice, por no dificultar "su derecho a la educación", se pregunta esta profesora ultrajada: "¿Y los derechos a la educación de aquellos alumnos que vienen a clase a estudiar y no a amenazar? ¿Y mi derecho a la dignidad? ¿Dónde están el respaldo y la protección que las instituciones educativas tienen que dispensar a todo profesor? ¿Dónde la aplicación de las normas? ¿Cómo se espera que una persona pueda cumplir con sus funciones cuando están amenazadas su vida y su integridad sexual? Llevo cerca de un mes tomando tranquilizantes para dormir, tengo miedo, inseguridad y además me siento profundamente herida".
Un reglamento educativo que, ante agresiones verbales y amenazas tan graves y aberrantes, arbitra una sanción máxima de quince días de expulsión del centro es propio de una sociedad enferma. Pues a esto se le llama condescendencia con la maldad, por no llamarlo connivencia con el delito o algo más feo aún. A un alumno que profiriese tales atrocidades habría -sin entrar aquí a considerar las posibles consecuencias penales derivadas de su conducta-, en primer lugar, que expulsarlo del centro en el que estuviese cursando sus estudios, imponerle la prestación de algún servicio social especialmente gravoso y, sólo después de que se haya comprobado su regeneración, permitirle proseguir sus estudios, por supuesto en otro centro convenientemente alejado. También habría que imponerle algún tipo de sanción económica, que incluyese multa e indemnización a la profesora ultrajada; y, en caso de que el alumno no pudiera pagarla, se exigiría su abono a sus progenitores, a quienes corresponde la responsabilidad de inculcar reglas de conducta a sus hijos.
Y, por supuesto, en el expediente académico del alumno que profiriese tales atrocidades debería incorporarse, a modo de baldón, una nota que recordara la felonía cometida.
Pero todo esto ocurriría en una sociedad sana. En una sociedad enferma como la nuestra el matonismo se premia con quince días sin clase (unas vacacioncillas añadidas), y a los profesores que lo sufren se les condena a convivir con el miedo, a arrastrar su dignidad por el fango y a comerse con patatas su humillación. Es la pura y rampante subversión del sentido común.