Cuando se anunciaban los calores escolares y aún no achuchaba la inminencia de los exámenes, la asociación de padres de mi colegio organizaba su excursión anual.
Cuando se anunciaban los calores escolares y aún no achuchaba la inminencia de los exámenes, la asociación de padres de mi colegio organizaba su excursión anual. Como destino se solían escoger lugares que aunasen el reclamo artístico y el retozo campestre; se fletaban autobuses que salían de mi ciudad levítica al amanecer, en un alborozo de canciones desgañitadas, y se volvía de noche, con los excursionistas derrengados y con agujetas.
La jornada incluía visitas a tal o cual monumento en las que siempre había algún grupo que se quedaba rezagado, meriendas campestres que solían saldarse con algún caso de insolación y gymkhanas que los chicos de mi pandilla aprovechábamos como excusa para perdernos en el monte, ilusionados ante la expectativa de convertirnos por unas horas en exploradores de tierras incógnitas; a veces estas escapadas terminaban como el rosario de la aurora, porque los padres más impacientes salían en nuestra búsqueda.
Inevitablemente, nos llevábamos alguna colleja en castigo por nuestra osadía; y, cuando volvíamos al autobús, mohínos y abochornados, nuestras madres nos echaban un rapapolvo mucho más aflictivo, porque los mojicones nos los habíamos llevado en la soledad de los montes, mientras que la reprimenda materna teníamos que encajarla ante la mirada entre reprobatoria y complacida de las chicas a las que habíamos tratado de impresionar con aquel rasgo de rebeldía.
Pero ni siquiera este desenlace un tanto agrio lograba enturbiar la jornada, apretada de experiencias que dejaban en nuestra memoria un rescoldo de inextinguible júbilo; y hasta el recuerdo de aquella travesura final se iba embelleciendo con el paso de los días, hasta adquirir proporciones épicas. En aquellas excursiones escolares nos atrevíamos a hacer con desparpajo lo que en condiciones menos excepcionales el pudor nos hubiese impedido ni siquiera intentar delante de nuestros padres: cantábamos canciones un poco rudas o sicalípticas hasta quedar afónicos, le echábamos un tiento a la bota de vino que circulaba por el autobús hasta que se nos atoraba la garganta, nos lanzábamos a requebrar a tal o cual chica por la que bebíamos los vientos y hasta reuníamos valor para solicitarle un beso furtivo.
Beso que, por lo general, nos era escamoteado; pero hasta la conciencia del fracaso era menos punzante en aquellas excursiones en las que respirábamos el aire embriagador de la excepcionalidad. Aquellas excursiones tenían para nosotros el sabor del primer día de permiso para el recluta que ha permanecido acuartelado meses; el mismo aroma del primer día sin fiebre para el enfermo que ha convalecido años en cama. Eran el sabor y el aroma de un mundo recién estrenado que se nos brindaba palpitante, luminoso como los tesoros de las mitologías, esbelto como un río en el que nadie se hubiese bañado antes.
La novedad, sin embargo, no estaba en el mundo sino en nosotros, en nuestra mirada dispuesta al asombro, en nuestro anhelo ardoroso de convertir cada minuto en un deslumbramiento. A este apetito de novedad, que los plurales desistimientos de la edad adulta acaban por calcinar, se le llama inocencia; y es quizá el don más valioso que al hombre le es concedido. Una vez extraviado, o vendido en las almonedas de la rutina, no se recupera nunca; y toda nuestra vida se convierte desde entonces en una peregrinación mendicante en pos de lo que ya nunca podremos volver a disfrutar. O tal vez sí. Tal vez la oportunidad de recuperar esa ingenuidad primigenia, siquiera mediante vislumbres, nos la ofrecen las excursiones escolares que todavía algunas asociaciones de intrépidos padres organizan, cuando se anuncian los calores y aún no achucha la inminencia de los exámenes.
El mundo no volverá a estrenarse para nosotros; pero basta con que nos asomemos, de la mano de nuestros hijos, a ese universo que se les brinda entero y palpitante para que por un día volvamos a poseer el oro intacto de la infancia.