Una de las calamidades más aflictivas y características de nuestra época es la imposición de criterios puramente utilitarios en la transmisión del saber. Puesto que el saber ocupa lugar –parece haber concluido la moderna pedagogía–, circunscribamos su transmisión…
Una de las calamidades más aflictivas y características de nuestra época es la imposición de criterios puramente utilitarios en la transmisión del saber. Puesto que el saber ocupa lugar –parece haber concluido la moderna pedagogía–, circunscribamos su transmisión a aquellas facetas del saber que nos permitan desenvolvernos en el mundo, que garanticen nuestro éxito profesional, que nos proporcionen un rédito inmediato. Inevitablemente, todas las disciplinas que explican nuestra genealogía cultural han sido relegadas a los desvanes de la incuria; o siquiera postergadas, como antiguallas inservibles, en favor de disciplinas enfocadas a la consecución de “fines prácticos”. Pero desgajar la transmisión del saber del conocimiento de nuestra genealogía cultural nos condena a la intemperie más cruel, que es la de quienes no saben explicarse a sí mismos; la de quienes no pueden conocer en profundidad el tiempo presente porque lo han vaciado del tiempo pasado que lo explica.
Se cuenta una anécdota muy ilustrativa a este respecto del ministro Solís, que ha pasado a la historia como “la sonrisa del régimen” franquista. En un discurso pronunciado en las Cortes, a finales de los años cincuenta o principios de los sesenta, José Solís Ruiz, natural de Cabra y a la sazón Ministro Secretario General del Movimiento, defendió con ardor una reforma educativa que ampliase el número de horas lectivas dedicadas a la gimnasia en detrimento del estudio del latín; y, en medio de su alocución, preguntó con un cierto retintín desdeñoso: “Porque, en definitiva, ¿para qué sirve hoy el latín?”. A lo que Adolfo Muñoz Alonso, desde su escaño, repuso con sarcasmo: “Pues, por ejemplo, señor ministro, para que a Su Señoría le llamen egabrense y no otra cosa más fea”.
Nos quejamos con frecuencia del deterioro que sufre nuestra lengua, de las patadas que cada día se le propinan desde los medios de comunicación, del vocabulario cada vez más esmirriado con que se expresan las nuevas generaciones, del bajísimo nivel de lectura comprensiva que los alumnos españoles muestran cada vez que son sometidos a pruebas en competencia con alumnos de otros países. Y nunca se concluye que tales males son expresión de una misma calamidad, que en su origen se explica por el menosprecio y arrinconamiento de las lenguas clásicas. Porque es ley biológica infalible que el árbol al que se le cortan las raíces, como el animal lactante al que se aparta del seno nutricio, empieza por languidecer hasta morir por inanición. Ya podemos esforzarnos por dar lustre a nuestra lengua, que mientras la fuente que le da sustento permanezca cegada será como arar en el mar. El estudio de las lenguas clásicas sirve, como le recordaba Muñoz Alonso al ministro Solís, para que los naturales de Cabra sean llamados egabrenses; sirve para que el idioma se funde en cimientos sólidos que explican su genealogía. Sólo quien conoce el origen de las palabras sabe utilizarlas con propiedad; sólo quien ha aprendido a bucear en las intimidades de la lengua latina puede zambullirse sin miedo en las aguas procelosas de la sintaxis. Porque la lengua tiene un álgebra secreta, una música recóndita que sólo se disfruta en plenitud cuando somos capaces de distinguir los instrumentos que la emiten. Cuando nos falta ese conocimiento primordial podremos sin duda hacer un uso “utilitario” de nuestra lengua, como leyendo el prospecto donde se explica el funcionamiento de una lavadora podemos hacer un uso “utilitario” de la misma, lavando ropa. Pero del mismo modo que una lavadora estropeada se convierte en un armatoste inservible para quien sólo conoce su funcionamiento por el prospecto, la lengua se convierte para quien no conoce su genealogía en una herramienta inútil –por abstrusa, por ininteligible– cuando se trata de desentrañar una argumentación compleja, cuando se trata de elaborar un discurso lógico de cierta dificultad; por la sencilla razón de que tales construcciones del lenguaje exigen una cierta familiaridad con estructuras sintácticas y delicadezas semánticas que sólo proporciona un sentido “genealógico” de nuestra lengua.
Pero tal vez de lo que se trata es de evitar este uso del lenguaje, reduciéndolo a su condición “utilitaria” de transmisor de consignas y arrebatándole su verdadera naturaleza de transmisor de “logos”. En este caso, la postergación de las lenguas clásicas está plenamente justificada.