Lo que viene no es bueno. Lo sabemos todos aunque esté mal visto decirlo en voz alta.
Autor: Rafael Guijarro
La vida que nos hemos montado, ni es vida, ni nos la hemos montado nosotros. Nos ha venido impuesta por unas circunstancias de consumo aparente y de riqueza en los aspectos más superficiales, que hemos aceptado sin rechistar. El coche, la casa, las vacaciones, los sitios a los que vamos, las costumbres que aceptamos como si fueran propias; hasta los zapatos que nos compramos no nos reflejan como somos, sino como nos vemos obligados a ser para no perder el tren. Y eso no es bueno. Lo sabemos todos. Nos hemos pasado en la inutilidad, y lo van a sufrir las próximas generaciones.
Por primera vez en muchos años, el mundo que entregan los padres a sus hijos es peor que el que recibieron de sus padres. Es más insolidario, más de “que me quede como estoy” o de que “ande yo caliente ríase la gente”. Y eso no está bien. Sabemos que no está bien, pero lo aceptamos y lo justificamos porque ya no tenemos fuerza para enfrentarnos a nuestras propias mentiras y preferimos compartirlas en silencio, cada uno con las suyas, para no tener que enfrentarnos a nuestras miserias y rectificar.
A la mayor parte de la gente la necesidad de portarse bien le venía de lo que tendría que dejarles a sus hijos. En algún momento de la vida se producía la acción de sentar cabeza, de olvidar las trastadas adolescentes y comenzar una vida sólida orientada al bien de los hijos. Pero ese momento lo hemos venido retrasando cada vez más, alargando una vida infantilizada que recorta el tiempo de vida de nuestros hijos. Se ve muy bien en la película Juno. Los adolescentes ya no quieren esa vida que nos hemos montado, que ni es vida, ni nos la hemos montado, que está plagada de mentiras e hipocresía con tal de no llamar a las cosas por su nombre.
Las peores decisiones son las que se van aplazando hasta que ya no queda tiempo de ponerlas en marcha. Vivimos en un mundo que aplaza las decisiones todo lo que puede, que piensa que más adelante se arreglarán solas y que mientras tanto esa infancia extendida y aletargada puede seguir formando parte de nuestras vidas. Y hemos aplazado tantas cosas, que ya no queda mucho tiempo para rectificar.
Los niños que han conseguido llegar al mundo no soportan más aplazamientos, no quieren una adolescencia perpetua, sino una madurez real y temprana, vivir como personas con dignidad y respeto hacia los otros, esa tarea que tantas veces hemos dejado por hacer.