El otro día, conversando con unos amigos, se describió a una persona que todos conocíamos como “muy culta”. Inmediatamente, alguien preguntó, con retranca o exasperación: “¿Y qué significa eso de muy culta?”.
Algunos de los que participaban en la conversación propusieron definiciones sobre la marcha, todas ellas insatisfactorias o desalentadoras. A la postre, llegamos a la conclusión de que la persona a la que habíamos calificado un rato antes como “muy culta” era, simplemente, alguien que había logrado recolectar, a través de lecturas y otras labores aproximadamente intelectuales, un mogollón informe de conocimientos inconexos y erudiciones dispersas, a las que sin embargo no podía dotar de un esqueleto coherente. “Es decir –adujo alguien, con cierta malevolencia–, que culto es lo contrario de sabio, ¿no?”. Y otro remachó con la frase que a mí me pareció definitiva: “¿Y qué os esperabais? En nuestra época nadie puede ser sabio, salvo que sea autodidacto”.
Le pedí a mi amigo que explicara esta aparente paradoja; y él lo hizo del siguiente modo: “Lo que entendemos por cultura no son sino los añicos resultantes de la descomposición de los grandes sistemas de pensamiento, que trataban de explicar el sentido del mundo. En el ámbito occidental, esa explicación del sentido del mundo la aportó el cristianismo; y, en oposición al cristianismo, surgieron otros sistemas de pensamiento que tal vez no fuesen sino herejías o desviaciones del sistema al cual se enfrentaban (al modo en que Toynbee definió el marxismo como una herejía del cristianismo). Pero, a medida que se iban sucediendo esos pensamientos “heréticos”, iban perdiendo su coherencia orgánica, su capacidad para ordenar el mundo según unos principios de validez universal. Poco a poco, estos sistemas de pensamiento dejaron de ser “sistemáticos”, dejaron de aspirar a entender el sentido del mundo, y se conformaron con explicar parcelas o provincias del mismo. De este modo, la visión plena y abarcadora que ofrecían los grandes sistemas de pensamiento se perdió para siempre; y con ella la posibilidad de ser sabios. A partir de ese momento, extraviada su significación, el mundo se convirtió en una suerte de vasto rompecabezas, un galimatías inextricable que ya no se podía entender en plenitud; y del que, a lo sumo, podemos aspirar a descifrar aspectos parciales, malamente dilucidados por tal o cual escuela de pensamiento. Y, picoteando de aquí y allá, tomando de tal escuela un remiendo y de aquella otra un zurcido, podemos llegar, en todo caso, a recuperar algunos añicos de aquel saber hecho pedazos que ya nunca podremos recomponer. Sólo una persona que se negara a ser educada podría alcanzar la sabiduría de los antiguos, que por supuesto eran unos incultos de tomo y lomo”.
La explicación de mi amigo, tan provocadora, me ha hecho pensar mucho estos últimos días. Cuando hablamos del “problema educativo”, de la crisis de la educación y de parecidos asuntos, alimentamos una olla podrida en la que jugamos a mezclar los ingredientes más diversos. Sin embargo, somos incapaces de reconocer que el problema de fondo de nuestra educación es que ha renunciado a ofrecer una tesis abarcadora de la realidad, una explicación del sentido del mundo, por la sencilla razón de que nuestra época –por nihilismo, relativismo, pluralismo o el “ismo” que a ustedes les apetezca—ha dejado de creer en la posibilidad de explicar cabalmente el mundo. Y, de este modo, la educación nunca podrá ser un mapa del mundo; podrá, en el mejor de los casos, ser brújula, pero será siempre una brújula sin norte y, por lo tanto, un completo fracaso.