Hay razones más que suficientes para elogiar el orden. No obstante, pienso que
no están de moda ni él ni la constancia ni la voluntad.
Autor: ENRIQUE ROJAS
Y, por tanto, entiendo que cuando se las trata de estudiar y de fomentar uno va contracorriente. Ahora
bien, creo que es una cuestión universal, ya que inculcar valores costosos
requiere una primera etapa difícil, hasta que se aceptan y van calando en
nuestro interior.
Porque el orden y la constancia deben estar bien enfocados
en nuestro proyecto personal. No basta sólo con poseerlos, sino que su
contenido, aquello a lo que aspiremos, debe ser algo que nos ennoblezca, que nos
haga más humanos, que nos mejore. Las rutas cambiantes de la existencia
esforzada saltan los tropiezos que va encontrando a su paso, si hay una
motivación fuerte que es vivida con ilusión. El orden y la constancia significan
regularidad en las acciones y estado por el cual los objetivos y aquello que nos
rodea no se amontonan, ni quedan apilados en un aplazamiento sine
die.
Ambos valores posibilitan situarse mejor frente a lo
cotidiano. Hay que mencionar algunos rasgos característicos, aunque parezcan
poco importantes: la puntualidad, la observación correcta en la división del
tiempo, la colocación de las cosas que normalmente utilizamos, etc. Todo esto
llega a constituir un verdadero estilo de vida ordenado. Dicho de otro modo, el
valor del orden reside en que es la condición previa para la consecución de un
armazón racional de la vida. En el desorden todo se mezcla y se confunde. No
sólo no se encuentran las cosas, sino que, ante todo, uno no se encuentra a sí
mismo, porque anda perdido, sin rumbo fijo, sin saber a que atenerse.
Estos
dos valores alcanzan su máxima consideración en el Renacimiento. Fue el siglo
XVI el que las alentó, con la elevación del hombre a un rango superior. Pero
también logran una especial preponderancia en la Ilustración, a lo largo del
siglo XVIII. Su papel en la educación fue ya puesto de relieve de forma patente.
Yo diría incluso lo siguiente: igual que la prudencia es la cochera de la
justicia, la fortaleza y la templanza, el orden lo es de los valores éticos y no
éticos, o sea, los orientados hacia la conducta, los que tienen como objetivo la
vida intelectual y todo lo que de ella se deriva.
Sobre un cierto orden
inicial se organizan otras formas ordenadas más complejas. El orden se
desarrolla mediante un despliegue de cuatro geografías complementarias: el orden
en la cabeza, el orden en el tipo de vida, el orden en la forma y el orden en
los objetivos. Es decir, al que se vive preferentemente hacia el exterior, le
corresponde otro en el interior, que facilita la vida y la potencia hacia la
realización de las aventuras previstas.
Como cualquier cuestión relacionada
con los valores, el orden tiene su contrapartida cuando es vivido de modo
exagerado. Un orden rígido, estricto, inflexible, convierte al que lo practica
en neurótico, ya que le impide funcionar de forma relajada, fluida, sana. Es
entonces cuando nos hallamos ante el perfeccionismo, una manera enfermiza de
vivir el orden y que se caracteriza por los siguientes elementos: nunca se está
contento con lo que se ha hecho, ya que todo podría mejorarse, lo que conduce a
la insatisfacción; por otro lado, rigidez en la conducta, una especie de estar
encorsetado y no poder moverse con desenvoltura.
De ese modo, la persona
perfeccionista tiene un nivel excesivo de exigencia consigo misma y con los
demás, de quienes brota asimismo gran descontento. Además, alrededor de esta
persona crece el miedo al fracaso, al no ver cumplidos los puntos previstos con
la exactitud y la perfección deseadas.
El orden sano agiliza la vida y amplía
sus horizontes, y al hombre que lo practica le sirve para hacer poco a poco lo
que debe. Uno mismo es quien crea su futuro, con fines particulares, precisos,
de acuerdo con las propias necesidades; lo contrario produce el caos, la
improvisación, el descuido, el no tener claro lo que uno tiene ante sí. En
consecuencia, la vida se desorganiza, el proyecto que uno tiene por delante se
desmorona, porque está sometido al vaivén de los caprichos y los cansancios
psicológicos.