Nuestros partidos políticos, después de haber convertido la educación durante décadas en pasto del rifirrafe ideológico, han mostrado su disposición a alcanzar un pacto que ponga fin o siquiera mitigue las calamidades que la afligen.
La iniciativa no puede sino despertar nuestra esperanza; pero las esperanzas que se despiertan para después ser defraudadas se convierten en desengaños; y el desengaño engendra desconfianza, que es el veneno que mata toda esperanza. Todavía no sabemos si esa disposición de los partidos es sincera o taimada; es decir, si nace de una voluntad firme de reparar los daños causados o de un mero cálculo partidista que los impulsa a impostar ante la galería una disposición que no es sino mero aspaviento.
Uno de los males principales que afligen al ejercicio de la política en nuestra época consiste, precisamente, en disfrazar el mero aspaviento de disposición de la voluntad; para, una vez “representado” o escenificado con fines propagandísticos, arrumbarlo en el desván de los gestos inútiles.
Para alcanzar un verdadero pacto educativo, y no un mero consenso sobre vacuidades, haría falta una auténtica “conversión” del sistema educativo; los griegos, a la conversión, la llamaban “metanoia”, que significa “cambio de mente” o, si se prefiere, un cambio en nuestro modo de afrontar la realidad. Una verdadera “metanoia” no puede conformarse con meros cambios ornamentales, como los del jardinero que, a la vista de un arbusto que amarillea y languidece, se limita a recortar cuatro ramas con la podadera; una verdadera “metanoia” exige ahondar en las raíces del problema, exige alimentar con abono el terreno sobre el que el arbusto languidece y, llegado el caso, trasplantar el arbusto a otro terreno más fértil.
Recortar las ramas tal vez sirva para fingir que el aspecto del arbusto es menos marchito; pero las ramas volverán a crecer, alimentadas por una savia enferma, y sus amarilleces volverán a hacerse visibles, sólo que para entonces es posible que la enfermedad no tenga solución. Un pacto educativo que se limitara a ampliar o disminuir el horario lectivo de tal o cual asignatura, a rebajar o elevar la edad de la enseñanza obligatoria o a proponer que se repita curso con tal o cual número de suspensos sería tanto como usar la podadera con fines ornamentales: el mal seguirá alimentando las raíces del sistema educativo; y cuando el mal no se combate termina enquistándose.
Pero una “conversión” desde las raíces no es posible si antes no hay penitencia; y la penitencia consiste en reconocer los yerros cometidos, para lo que hace falta, en primer lugar, identificarlos y asumir su autoría; y, en segundo lugar, renegar de ellos, mediante un propósito de enmienda. El tragaldabas que come sin tino y sin medida es muy probable que acabe con el colesterol por las nubes; pero, si en lugar de aceptar que el colesterol se lo provoca su gula y que, para combatirlo, debe comenzar por comer menos (o siquiera por dejar de comer alimentos grasos), se convence de que podrá curarlo con fármacos, mientras sigue desmedidamente entregado a la gula, acabará de muy mala manera.
Un pacto educativo que no parta del reconocimiento y asunción de los yerros cometidos será tan inútil, a la larga, como el tratamiento farmacológico contra el colesterol en el tragaldabas que sigue empachándose de alimentos grasos. Y reconocer y asumir los yerros cometidos –por acción o por omisión– significa renegar del igualitarismo, de la utilización de la enseñanza como vía de adoctrinamiento e infiltración ideológica, de la postergación de las humanidades. Todo pacto educativo que no incluya una verdadera “metanoia” y un reconocimiento de los yerros cometidos será un mero aspaviento. Sabemos que políticos con vocación aspaventera nos sobran; veremos si tenemos alguno con voluntad de conversión.