Esta reforma maltrata con ensañamiento
a la escuela concertada. Este
maltrato se concreta en una serie
de intervenciones dudosamente
constitucionales
Autor: JUAN MANUEL DE PRADA
Escribo este artículo cuando aún no se han extinguido los ecos informativos de
la manifestación contra la LOE; una manifestación cuyo éxito apabullante no han
logrado mitigar ni siquiera los palanganeros de la propaganda gubernativa,
empecinados en atribuir a los obispos su convocatoria, y en reducir ad absurdum
el catálogo de reivindicaciones de los manifestantes, hasta limitarlo al
estatuto de la clase de Religión. Se puede engañar a todos algunas veces y a
algunos siempre; pero tratar de engañar a todos siempre es empresa estéril que
acaba pasando factura. Presentar una protesta popular de tal magnitud como un
mero alboroto promovido por clérigos levantiscos quizá sirva para azuzar
irresponsablemente el revanchismo entre españoles; pero delata la inoperancia de
un Gobierno instalado en tópicos añejos e incapaz de afrontar las demandas de
una porción nada exigua de la sociedad. Naturalmente que nos preocupa el
estatuto de la clase de Religión; pero se trata de una preocupación incardinada
en otra mucho más amplia y ambiciosa, que atañe directamente a la naturaleza
misma del derecho a la educación, del que padres y alumnos queremos ser
titulares, y no meros depositarios, sometidos al vaivén del albur
político.
Sólo los muy ingenuos o los muy obcecados podrán tragarse las
tergiversaciones del Gobierno. Quienes salimos a la calle el pasado 12 de
noviembre reclamábamos una educación sin sectarismos intervencionistas, que
combata el fracaso escolar desde la exigencia y la promoción del esfuerzo, no
desde la banalidad permisiva. Quienes salimos a la calle reclamábamos una
educación que no camufle su objetivo primordial –la transmisión de
conocimientos– con subterfugios bobalicones que quizá sirvan para maquillar
estadísticamente las quiebras del sistema, pero que están creando sucesivas
generaciones de analfabetos funcionales. Quienes salimos a la calle
reclamábamos, desde luego, una participación activa en esa transmisión de
conocimientos, puesto que a los padres corresponde elegir y tutelar la formación
que nuestros hijos reciben. Quienes salimos a la calle reclamábamos que ese
papel primordial que corresponde a los padres no sea usurpado por la autoridad
de turno, erigida en adoctrinadora a través de asignaturas tan pintorescas como
la denominada Educación para la Ciudadanía. Quienes salimos a la calle
reclamábamos, en fin, que la escuela concertada no se convierta encubiertamente
en subsidiaria de la pública, sino que, en igualdad de condiciones, ofrezca a
los padres que así lo deseen una educación que, siendo respetuosa de los
principios inspiradores del sistema educativo, incorpore rasgos propios de su
identidad. Quienes salimos a la calle no reclamábamos privilegios, ni tampoco
tratábamos de perjudicar a nadie; reclamábamos, simplemente, lo mejor para
nuestros hijos, que es lo propio de unos padres no del todo desnaturalizados y
de unos ciudadanos no del todo irresponsables.
Pero la manifestación del 12
de noviembre no debe quedar fijada en nuestra memoria como un hito aislado. Hace
veinte años hubo una manifestación de similar índole que no sirvió para detener
la progresiva depauperación de la enseñanza. Nuestra obligación es luchar
diariamente por una verdadera educación de calidad, participando activamente en
los órganos escolares y asociaciones de padres y manteniendo alta la guardia. El
Gobierno acaba de anunciar que escuchará a los convocantes de la manifestación;
aún queda por saber si esa audiencia anticipará una voluntad reformadora, o si
sólo será un mero gesto retórico. En este último caso, el Gobierno debe saber
que seguiremos luchando sin desfallecimiento.