En la Comisión de Igualdad del Congreso se ha debatido recientemente sobre una proposición no de ley que pretende “elaborar e impulsar protocolos de juego no sexistas que se implanten y desarrollen en los espacios de juego” de escuelas públicas y concertadas.
O, dicho en román paladino, controlar los juegos de los niños, mediante la vigilancia de centinelas de progreso que establezcan qué actividades lúdicas transmiten –citamos de nuevo la proposición– los “valores y principios apropiados”.
Esta iniciativa –prosigue el citado texto– “va dirigida a los ámbitos de Educación Infantil y Primaria”, pues –como se reconoce abiertamente– “cuanto más precoz sea la educación mejores serán los resultados”. Se trata, en fin, de ingeniería social pura y dura; y los “valores y principios adecuados” son, por supuesto, los de la ideología de género, que propugna que no existen el sexo ni la diferencia sexual entre el varón y la mujer como una realidad propia del ser humano con la que se nace, sino que sólo existen géneros: es decir, estilos, roles o papeles sociales “optativos” (aunque, por supuesto, las únicas opciones válidas son las que tal ideología determina) en la conducta sexual del individuo. O sea, que la diferencia sexual establecida en los genes es en realidad una alienación impuesta por la sociedad y la herencia cultural; y que, para ser combatida, requiere a su vez otra forma de alienación (que, por supuesto, para la ideología de género es liberación) que “reprograme” los genes, acabando con formas de explotación seculares. Por supuesto, la primera de esas formas de explotación es, para la ideología de género, la familia; por lo que se esmera en evitar que tal institución represora ejerza control alguno sobre la educación de sus hijos.
El campo de acción de la ideología de género está cada vez más expedito, pues en efecto la familia se ha ido convirtiendo poco a poco en una institución dimisionaria, extremadamente débil, incapaz de asumir ya las obligaciones que tradicionalmente aceptaba como propias. Si antaño la educación que nuestros hijos recibían en la escuela era la prolongación natural de la educación que recibían en casa, ahora la escuela se ha convertido en instancia sustitutiva o sucedánea de la familia, que por disgregación o irresponsabilidad de sus miembros (y aquí podríamos referirnos tanto al divorcio, convertido en plaga endémica de nuestra sociedad, como a la absolutización del trabajo como única forma de “promoción personal”) ha dimitido de las funciones que le son propias. Así, la escuela se ha convertido en el campo de experimentación predilecto de la ideología de género, que puede dedicarse tranquilamente a modelar la esfera interior de nuestros hijos, sus emociones y afectos, sus “valores” y hasta sus creencias, sin que los padres tengamos conciencia de la usurpación; o incluso aceptando tal usurpación con una suerte de alivio, como un deseable “traspaso de competencias” que rebaja la gravedad de nuestro desistimiento.
Una vez instaurada la llamada asignatura de Educación para la Ciudadanía, cuyo propósito no es otro sino reformatear conciencias; una vez introducida obsesivamente la llamada “educación sexual”, que trata de traducir todo impulso afectivo balbuciente en impulso sexual, le faltaba todavía a la ideología de género penetrar en ese ámbito de gozosa y anárquica libertad que constituyen los juegos infantiles, en donde la imaginación alborozada –la “loca de la casa”, que diría Santa Teresa– se sube a las montañas más altas y nada en los mares más ignotos. Ahora la ideología de género marcará los caminos por los que la imaginación enjaulada de nuestros hijos deberá discurrir; y determinará dónde y cuándo puede bañarse, con un “protocolo de juegos” que establezca “los valores y principios adecuados” para que la ingeniería social urdida por la ideología de género sea, al fin, hegemónica. Y, entretanto, los padres dimisionarios a por uvas, que es tiempo de vendimia.