He aquí una de las palabras
más degradadas por el uso
tendencioso del lenguaje. Introducir
su concepto en el
debate educativo inmediatamente arroja
sobre nosotros una sombra de sospecha…
Autor: JUAN MANUEL DE PRADA
Se supone que quien defiende la autoridad
es un nostálgico de métodos desfasados
y represores, de disciplinas castrantes
y tiránicas. Convendría, antes de
entrar en otras disquisiciones, despojar
tan vilipendiada palabra de la mugre de
tópicos que la rodea, hasta recuperar su
significado prístino.
Auctoritas, en latín, deriva del supino
del verbo augere, que significa "hacer crecer";
autoridad sería, pues, "aquello que
nos ayuda a crecer". Quizá en el progresivo
arrinconamiento del latín en nuestros
planes de estudios radique el origen de
muchos de los males que nos afligen; a fin
de cuentas, el latín nos enseña la genealogía
del lenguaje, nos devuelve el sabor
originario de las palabras, libres de connotaciones
peyorativas, libres también de
la cargazón ideológica con que los prejuicios
humanos han querido adulterarlas.
"Autoridad" es, pues, lo contrario de
"autoritarismo". La persona investida de
autoridad es aquélla que suscita en nosotros
una admiración fecunda; en su magisterio
descubrimos una enseñanza que,
a la vez que amplía nuestros conocimientos,
enaltece nuestra vida. Quien está
dotado de autoridad ensancha nuestro
horizonte vital; quien, por el contrario, impone
su autoritarismo, lo estrecha hasta
hacerlo irrespirable. Sospecho que nuestra
época ha extraviado el sentido de la
verdadera autoridad: padres y educadores
han dimitido de su autoridad por tegenemor
a que se les confunda con déspotas
que pretenden maniatar a sus hijos o
alumnos, anteponiendo el miedo al castigo
sobre el argumento de convicción.
Mucho me temo que, mientras no recuperemos
el sentido originario de "autoridad",
mientras no nos esforcemos por
restaurar este vínculo fecundo que "nos
ayuda a crecer", la depauperación de
nuestro sistema educativo no hará sino
acrecentarse.
El desprestigio de la "autoridad" explica
también la decadencia del "maestro",
otra de las palabras más hermosas de
nuestra lengua, hoy suplantada por absurdos
eufemismos. Un maestro es aquella
persona que, armada de autoridad,
ayuda al discípulo a descifrar la realidad
y a situarse en ella. La tarea del maestro
consiste en formar personas con libertad
de elección y libertad de juicio; pero esta
tarea resulta imposible cuando faltan maestros
que nos aporten elementos de juicio
y nos enseñen a elegir. Nuestra época
descree de los maestros; ha infundido
en nuestros jóvenes la creencia absurda
de que pueden erigirse en "maestros
de sí mismos", de tal manera que su
código de conducta –cualquier código de
conducta que elijan, por contingente o
errático que sea– se erija en norma válida
para interpretar la realidad. A la postre,
engolosinados por ese caramelo que se
les tiende, quedan abandonados a su
suerte, víctimas de la incertidumbre y la
dispersión, huérfanos de criterios sólidos
que les permitan enjuiciar la realidad y,
por lo tanto, expuestos a la inercia de las
modas.
La autoridad no se impone, sino que
se muestra; y, cuando es una autoridad
atractiva, provoca en el joven una suerte
de empatía transformadora. Por supuesto,
luego ese joven podrá apartarse
de los criterios interpretativos de la realidad
que su maestro le ha ofrecido; pero
cuando esos criterios faltan se condena
al joven a naufragar en un océano
de impresiones contradictorias y banales,
se le condena también a creer que su
capricho puede sustituir el esfuerzo, que
su libérrima voluntad puede erigirse en
única brújula de su crecimiento humano
e intelectual.
Hoy padecemos las consecuencias de
un sistema educativo que ha desterrado
la autoridad al desván de los cachivaches
obsoletos. Huérfanos de personas que les
"ayuden a crecer", nuestros jóvenes son
arrojados a un páramo de desorientación
y caos. Algún día nos arrepentiremos de
haber dimitido de nuestras obligaciones.
Tal vez, para entonces, ya no haya tiempo
de rectificar.