Nuestra época propugna que el alumno reciba dos verdades contrapuestas: la que se le ofrece en clase de Religión y la que se le brinda en Ciencias Naturales.
Autor: Juan Manuel de Prada
En su deliciosa biografía de Santo Tomás de Aquino, Chesterton se refiere a la apasionada polémica que el Doctor Angélico mantuvo con Siger de Brabante. Durante muchos siglos, Aristóteles había sido desdeñado o más bien orillado por el pensamiento cristiano por ser un filósofo en exceso racional (hoy diríamos “científico”), en oposición al más idealista Platón. El terreno aparentemente insalvable que existía entre fe y ciencia quedó desbrozado por Santo Tomás: el científico podría seguir explorando y experimentando libremente, mientras no reclamara para sí una infalibilidad que habría ido en contra de sus propios principios; el creyente podría seguir desarrollando y definiendo los asuntos sobrenaturales, siempre que no reclamara para sí un derecho a alterar el depósito de la fe. Entonces apareció Siger de Brabante, proponiendo una tesis que en apariencia parecía repetir lo que Santo Tomás había establecido; pero que, en realidad, decía exactamente lo contrario.
Y lo que Siger de Brabante dijo era que existen dos verdades contrapuestas: la verdad del mundo sobrenatural y la verdad del mundo natural. En definitiva, que la cabeza puede dividirse en dos; y que, con una parte de la cabeza, el hombre puede creer a pies juntillas en la intervención de lo sobrenatural y con otra descreer absolutamente. O, expresado de forma más pedestre, que un creyente puede hacer profesión de fe y, a la vez, adentrarse en el conocimiento de la naturaleza prescindiendo de esa fe. Santo Tomás, por el contrario, admitía que a la fe se puede acceder por dos caminos distintos: mediante el estudio de la naturaleza y mediante la pura revelación; pero consideraba acertadamente que nada de lo que encontramos en la naturaleza contradice la fe, de modo que no es necesario, para internarse en los vericuetos del conocimiento, dividir en dos la cabeza.
Esta disquisición teológica mantiene hoy intacta su vigencia. Constantemente, surgen en el ámbito educativo discusiones que en cierto modo la evocan o repiten. En nuestra época, es comúnmente admitido que la fe religiosa tiene que desenvolverse en un ámbito restringido, sin invadir las esferas del conocimiento; pero esto es tanto como admitir que es posible dividir en dos la cabeza. Hace unas semanas, al hilo de noticias venidas del allende el Atlántico, se volvió a hablar del “creacionismo”, como hipótesis sobre el origen de la vida que la prensa occidental presenta como acientífica y contraria al “evolucionismo”. Por supuesto, el “creacionismo” es caracterizado por la prensa con rasgos esperpénticos y delirantes: se trata de hacer creer a la gente que un creacionista es un friqui que defiende una lectura literal del primer capítulo del Génesis; cuando lo que en realidad propugna el creacionista es que la Creación no es fruto del mero azar, sino que obedece a un designio divino. Esto es algo que la ciencia no podrá demostrar ni refutar jamás; pero se ha impuesto la creencia de que un sistema educativo serio tiene que excluir ese designio divino. Aquí nuestra época se toma la libertad de tergiversar al propio Darwin, que jamás afirmó que sus teorías fuesen incompatibles con la fe. Pero nuestra época quiere llegar un poco más lejos que Darwin; quiere que su negación del designio divino se convierta en dogma educativo. O, en todo caso, propugna que un alumno reciba dos verdades contrapuestas: la que se le ofrece en clase de Religión y la que se le brinda en clase de Ciencias Naturales.
Se trata, evidentemente, de algo imposible. Pero el sofisma de Siger de Brabante se ha impuesto como dogma educativo; y cualquier defensor de la tesis tomista (esto es, cualquier persona que se atreva a defender una educación en la que la verdad del mundo sobrenatural no sea agredida o negada por la verdad del mundo natural, puesto que nada de lo que encontramos en la naturaleza contradice la fe) es tachado de fanático fundamentalista. O se le caracteriza esperpénticamente como un intolerante que desea imponer su verdad sobrenatural a los demás; cuando lo único que solicita es que no dividan en dos la cabeza a sus hijos.