Hace unas semanas viví una experiencia singular y gratificante. Me propusieron en el colegio donde estudia mi hija a dar una charla, dirigida a sus compañeros de curso (niños de nueve y diez años), en la que debía adentrarlos en los entresijos de mi vocación literaria. Según me explicó su profesora, se trataba de una experiencia que ya habían probado con otros muchos padres del colegio, a quienes se invitaba a exponer, de forma accesible y no demasiado prolija, las intimidades de su oficio o profesión.
Acepté por cortesía, seguro de que la experiencia resultaría catastrófica; pues nunca he hablado ante niños, o no al menos de forma sostenida y sobre un asunto sobre el que yo mismo nada sé, o sobre el que no se me había ocurrido reflexionar. Las vocaciones son así: uno se abraza a ellas, o ellas se abrazan a él, misteriosa e inexplicablemente; y tratar de explicarlas es tan ilusorio o pretencioso como pretender cobijar todo el agua del océano en un hoyo excavado en una playa.
Durante los días previos a la charla, me devané los sesos, tratando de encontrar el enfoque y el tono idóneos para mi charla, con el propósito de no aburrir en exceso a los niños; pero siempre me estrellaba con una suerte de impotencia paralizante que me llenaba de miedo y frustración. ¿Debía probar a impostar un lenguaje fácil y condescendiente, según solemos hacer los adultos, tomando a los niños por imbéciles? ¿Debía adoptar ante ellos una especie de camaradería postiza?
Agobiado por las dudas, me presenté en el colegio, donde ya me aguardaban ochenta niños de ambos sexos, expectantes y risueños… Y entonces lo comprendí: la lección no iba a dársela yo a ellos, sino ellos a mí. Y es que, a fin de cuentas, escribir no es sino esforzarse por descubrir cada día, bajo las legañas de la realidad mostrenca que nos tratan de imponer, la eterna novedad del mundo. Y ante mí tenía a ochenta niños que no tenían que esforzarse para descubrir esa eterna novedad, por la sencilla razón de que creían firmemente en ella; y, creyendo en ella, hacían de su vida algo original e imprevisible a cada instante.
Nada de lo que me dijeron aquella tarde se conformaba a lo establecido, tal vez porque ignoraban qué es lo establecido; y por ello mismo sus palabras y actitudes tenían ese brillo luminoso de las cosas que aún no han sido estrenadas, o que se estrenan cada día, cada minuto, cada segundo, en una incesante celebración de la curiosidad.
No había sino que animarles a que dejaran volar su imaginación; y, en unos pocos minutos, la sala donde impartía mi charla se convirtió en un hervidero de ocurrencias exultantes, llenas de gracia y fantasía, también de sentido común. Enseguida me di cuenta que todos aquellos niños eran, como el Dios del Génesis, creativos en el sentido más hondo de la palabra: creaban el cielo y la tierra a cada instante, soñaban las vidas más peregrinas y estupefacientes, tal vez porque vivían dentro de ellas, sin inmutarse, como el caracol vive dentro de su concha.
Y así entendí que la actitud ante la vida de aquellos niños era inaugural, a diferencia de la actitud que mantenemos los adultos, que siempre es –en mayor o menor proporción– rutinaria y como sojuzgada, impedida para el vuelo de la imaginación porque llevamos plomo en las alas.
Quizá ser adulto consista en conformarse con una realidad mostrenca que nos atrapa en su telaraña; y, al sucumbir a esa realidad mostrenca, nos convertimos en criaturas en serie, con actitudes repetidas, con palabras archisabidas, con sentimientos y pasiones estereotipados. Exactamente lo contrario de aquellos niños, que me enseñaron que el asombro permanente es la única actitud ante la vida que nos salva.
Sin darme cuenta habían transcurrido dos horas. No sé si conseguí explicarles el sentido de mi vocación; pero ellos, desde luego, me lo habían explicado a mí.