Poco a poco, y sin que nos demos cuenta, el “derecho a la educación” se ha ido convirtiendo en una suerte de “concesión graciosa” que los poderes públicos, cubiertos por una máscara de bondad, hacen a la ciudadanía (y ya se sabe que “ciudadanía” significa pueblo despojado de sus derechos naturales y reducido a la condición de “beneficiario” de las concesiones que el poder le otorga).
Pero, debajo de esa máscara de bondad, alienta el deseo de arrebatar el derecho a la educación a sus legítimos propietarios, destruyendo los vínculos de pertenencia que hacen fuertes las comunidades humanas, para poder convertir la educación en un campo de experimentación de artefactos ideológicos de nuevo cuño que actúan a modo de dogmas de obligado cumplimiento. Un ejemplo palmario lo constituye la asignatura Educación para la Ciudadanía, cuyo objetivo primordial no es otro que imponer un nuevo sistema de valores, presentándolo como un imperativo imprescindible para la existencia de una sociedad cohesionada. Para ello, se impone una «nueva ética» basada en los «nuevos paradigmas»: el nuevo paradigma de familia, el nuevo paradigma de derechos humanos, el nuevo paradigma de género, etcétera. A nadie se le escapa que todo régimen político que anhela perpetuarse dedica especiales esfuerzos a las tareas de proselitismo y propaganda entre los más jóvenes. A través de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, y de otros engendros similares, las nuevas generaciones son atiborrados de un pienso ideológico que, por supuesto, no se limita a incluir unas normas de convivencia cívica, sino que sobre todo se preocupa de imponer una «moral pública» que tuerza y pisotee la moral que las generaciones precedentes les han transmitido.
Se trata, en definitiva, de que las nuevas generaciones piensen y, sobre todo, "sientan" –porque tampoco conviene que piensen demasiado– según determinadas directrices; se trata de que asuman emocionalmente, de que «empaticen» determinados valores que el poder político juzga correctos y convenientes y de que desdeñen otros, a los que la ideología gubernativa tacha de retrógrados. Se trata, en definitiva, de arrasar el ámbito de la conciencia, de allanar y expoliar lo que Calderón de la Barca denominaba “patrimonio del alma”. “Y el alma sólo es de Dios”, sentenciaba Calderón; nosotros no llegaremos a tanto; pero desde luego, de quien no es nuestra alma o conciencia es del poder político.
Pero el poder político así lo pretende. Y en su pretensión fiscalizadora pretende que la “educación sexual” sea también monopolio ideológico. Y, en su afán fiscalizador, también quiere irrumpir en ese ámbito de gozosa y anárquica libertad que constituyen los juegos infantiles, que pronto serán regidos por los protocolos que establezca la ideología de género. Y ya se anuncia una nueva ley que, con la coartada de la igualdad, pretende condenar al ostracismo a la escuela diferenciada, que la ideología gubernativa juzga nefasta para sus fines. Este proceso de usurpación del “derecho a la educación” no hubiese sido posible, sin embargo, si previamente la familia no se hubiese convertido en una institución dimisionaria, extremadamente débil, incapaz de asumir ya las obligaciones que tradicionalmente aceptaba como propias. Si antaño la educación que nuestros hijos recibían en la escuela era la prolongación natural de la educación que recibían en casa, ahora la escuela se ha convertido en instancia sustitutiva o sucedánea de la familia, que por disgregación o irresponsabilidad de sus miembros ha dimitido de las funciones que le son propias.
Mientras la familia no cobre conciencia plena de sus responsabilidades abnegadas, no podrá recuperar el “derecho a la educación” que le ha sido usurpado. Los espacios que el poder político coloniza son, con frecuencia, aquellos que la comunidad humana abandona, por desistimiento o negligencia; es verdad que tal abandono es, a su vez, promovido con golosinas y arrumacos varios desde el poder político, pero primeramente deberíamos aprender a rechazar el soborno, recuperar la conciencia de que educar a nuestros hijos es una misión abnegada que merece la pena.