"El mérito como criterio para medir
la valía de un hombre ha sido abolido
en nuestra época, que postula
que ´un hombre no es más que otro
aunque haga más que otro´"
Autor: JUAN MANUEL DE PRADA
Sostiene el Defensor del Pueblo que los maestros deberían ser tratados de usted por los alumnos. Semejante alarde de sentido común, que en una sociedad sana sería considerado una perogrullada, ha suscitado pareceres encontrados en la nuestra, empeñada en discrepar hasta en lo más obvio. El tuteo indiscriminado constituye una de las lacras más estúpidas de cuantas rigen las relaciones humanas. Los partidarios del tuteo a mansalva alegan que el ostracismo del “usted” ha contribuido a derribar barreras de clase y absurdos protocolos; incluso sostienen sin empacho que quienes defendemos el "usted" somos una panda de nostálgicos empeñados en dificultar la fluidez del trato. Nada más alejado de la realidad: es el tuteo, con su propensión a borrar los códigos de respeto, el que dificulta el trato entre las personas y lo convierte en una transacción expeditiva y descortés. El tuteo no es una regalía o prebenda que nos asista por el mero hecho de trabar conocimiento con alguien, sino una conquista recíproca que dos personas alcanzan cuando entre ellas se alcanza cierto grado de confianza mutua y desembarazo, fundado sobre circunstancias de edad o intereses compartidos.
No deja de resultar paradójico que la extensión desaforada del tuteo, que algunos consideran un síntoma de “salud democrática”, sea una herencia lingüística del comunismo y del fascismo, tan proclives ambos a compañerismos y camaraderías de pacotilla. No negaremos que esta hipertrofia del tuteo no haya tenido efectos benéficos: se ha logrado extirpar, por ejemplo, aquel “usted” que regía asimétricamente las relaciones faexmiliares, convirtiéndolas en relaciones de dominio. Gracias a esta conquista, hoy podemos disfrutar de un “usted” que exige correspondencia y que, al mismo tiempo, sirve para introducir entre los interlocutores ese respeto mínimo que dos personas civilizadas deben profesarse.
¿Por qué, pues, son cada vez más las personas, incluso las personas de las que puede predicarse una educación aseada, que utilizan a piñón fijo el tuteo? Las causas son diversas, y todas igual de peregrinas y gilipollescas. Existe, en primer lugar, la convicción errónea de que el “usted” delimita hostilmente un terreno y se alza como un arma defensiva contra el interlocutor; hay gentes que se consideran agredidas cuando las interpelas con un “usted”, que consideran como un signo de desprecio o rechazo, cuando precisamente el “usted” se emplea para denotar urbanidad. Existe, además, la convicción de que el “usted” envejece al interpelado; en cualquier conversación trivial, siempre surge el individuo zangolotino a quien no conoces de nada que, al sentirse vapuleado por un “usted”, se apresura a proferir: “Huy, por favor, tutéame, que me haces sentir viejo”. Tanto papanatismo sólo se entiende en una sociedad que padece el complejo de Peter Pan.
Pero existe, sobre todo (y esto se me antoja un síntoma de peligrosa decadencia), un afán por imponer lo que podríamos denominar el “tuteo igualatorio”. Nos recordaba Alonso Quijano que “un hombre no es más que otro, si no hace más que otro”. Este reconocimiento del mérito como criterio para medir la valía de un hombre ha sido abolido en nuestra época, que postula que “un hombre no es más que otro, aunque haga más que otro”. La deseable igualdad de origen entre los hombres ha sido suplantada por una igualación grotesca, que aspira a anular las distancias introducidas por la valía personal. Tutear a un maestro, a la postre, equivale a negar su magisterio, a borrar ese vínculo inspirador y fecundo que entabla con sus alumnos, que ya no reconocen en él a una persona que “ha hecho más que ellos” y que, por tanto, puede enriquecerlos con ese yacimiento de experiencias y conocimientos acumulados. Tutear a un maestro es tanto como negarle la condición de maestro, negarle ese depósito de sabiduría que generosamente nos transmite, negar que sea un espejo en el que podemos contemplarnos.
Enseñemos a nuestros hijos a tratar de usted a sus maestros: es una forma de perseverar en la civilización.