¿Cómo se puede pedir a un muchacho que respete a su maestro cuando crece en un medio en el que no hay respeto, afecto ni comprensión?
Autor: Juan Manuel De Prada
De unos años a esta parte, se habla cada vez más de “violencia en las aulas”. Lo que hace apenas una década era un problema circunscrito a ámbitos juveniles especialmente conflictivos se convirtió pronto en una epidemia que extendía sus ramificaciones a otros ámbitos que parecían poco propicios a este tipo de conductas. Hoy la epidemia más bien parece una pandemia. Y ya no sirven las explicaciones clásicas: hasta hace poco, asociábamos la floración de violencia en las aulas con circunstancias extremas de miseria, delincuencia y desarraigo; hoy sabemos que los muchachos que agreden a su profesor, como los que se divierten propinando una paliza a un compañero de clase y grabando la hazaña en un teléfono móvil, pertenecen también a clases medias, incluso a clases acomodadas. Todavía no se han perpetrado en nuestras escuelas e institutos los aberrantes crímenes que de vez en cuando diezman la población estudiantil en los Estados Unidos; pero incurriríamos en un pecado de complacencia si pensáramos que el mal que nos aqueja es muy diverso del que aflige a los americanos.
Y para entender ese mal deberíamos esforzarnos por dilucidar sus orígenes. El fenómeno de la violencia en las aulas no puede entenderse plenamente si no lo englobamos en otro fenómeno más amplio que afecta al común de la sociedad: raro es el día que no trepa a los titulares un caso de violencia doméstica; raro es el día que no nos sobresaltan con la noticia de un caso de abusos infantiles. Y, paradójicamente, estas conductas nada aisladas florecen en una época que ha alcanzado un grado de repulsa hacia la violencia mayor que cualquier otra época anterior: una época que se adhiere a las tesis pacifistas, que postula el consenso como vía de entendimiento entre los pueblos; una época, en fin, hipercivilizada, en la que las condiciones ambientales de miseria material y espiritual han sido reducidas al máximo, sobre todo si las comparamos con las condiciones que regían en épocas anteriores.
¿Qué está ocurriendo, entonces, para que nuestra existencia cotidiana esté cada vez acechada por los impulsos violentos? Casi nadie repara, a la hora de enjuiciar este fenómeno, en una causa profunda: la ruptura de los vínculos. La creación de vínculos entre los seres humanos genera relaciones de respeto y comprensión mutua; la creación de vínculos nos impulsa a mirar al otro con un afecto nuevo en el que hay algo sublime y misterioso: de repente, descubrimos en ese otro una grandeza nueva, y ese descubrimiento impulsa en nosotros el anhelo de participar en ella, a la vez que hace surgir en nosotros la preocupación de ser indignos de esa persona. Los vínculos que los hombres establecen entre sí generan comprensión; y el principio de toda comprensión reside en que uno conceda al otro lo que es: que le reconozca autoridad, que ame sus cualidades, que deje de considerarlo con los ojos del egoísmo. Y ese deseo de comprensión genera compromisos fuertes: ya no consideramos al otro un cuerpo extraño que se usa y se tira, sino una persona con una ordenación vital fecunda de la que deseamos participar y aprender. Y ese deseo de conocimiento nos obliga a desprendernos del propio yo, nos obliga a entregarnos al otro, nos obliga a participar de su dignidad, de su libertad, de su nobleza.
Nuestra sociedad, tan hipercivilizada, es también una sociedad desvinculada. Rehuímos los compromisos fuertes porque exigen esfuerzo y paciencia. Y cuando esos compromisos fuertes son sustituidos por relaciones prescindibles, quebradizas, efímeras, es cuando surge la violencia: ya no hay un interés común nacido del vínculo, y el otro se convierte automáticamente en un obstáculo para la consecución de nuestras apetencias, cuando no en un declarado enemigo. La violencia en las aulas es el fruto directo de una sociedad desvinculada que ha dejado de cultivar el respeto y la comprensión mutua que fundan la verdadera convivencia. ¿Cómo se puede pedir a un muchacho que respete a su maestro, que comprenda afectuosamente a su compañero, cuando crece en un medio en el que no hay respeto, afecto ni comprensión?