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Confío, luego puedo: educando a niños optimistas

padresycolegios.comSábado, 1 de enero de 2022
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ANA VEIGA
No puedo saltar eso, no puedo… Soy muy malo en gimnasia”. Esta frase la habrán pronunciado muchos niños –actuales y pasados- en el mundo. En algún momento, todos hemos pensado que no éramos capaces de hacer algo. Confiar más en nosotros mismos y tener una visión optimista de lo que podemos alcanzar, nos ayudaría a sobrepasar ese límite de lo que creemos posible. Y si es así con nosotros, no iba a ser menos con nuestros hijos.
Para derribar una barrera, hay que empezar por el principio y ver dónde están arraigados sus cimientos. En el caso de nuestros hijos, debemos preguntarnos de dónde procede su falta de confianza. ¿Por qué no se consideran buenos en algo? ¿Esa desconfianza en su propia capacidad nace de una crítica nuestra?
Entre adultos, los comentarios sobre la poca habilidad de un compañero pueden influirle negativamente, pero el impacto de esta influencia no es comparable con el que tendrá si quien lo escucha es nuestro hijo. La personalidad de los niños se construye en torno a los dos años. Y sí, es muy maleable; especialmente si quien la moldea son un referente para ellos, como sus padres.
Por eso, la forma en que les transmitimos sus errores y aciertos y cómo gestionar sus emociones definirá en gran medida si será un adulto con confianza, que afronte los problemas en la vida con optimismo. O lo que es lo mismo, que tenga la “predisposición a entender y a analizar la realidad desde su aspecto más positivo”, tal y como define la RAE.
Esto no quiere decir que haya que alabarlo por todo. Por supuesto que todos comprendemos que hay niños más duchos en unas actividades o habilidades que en otras. Y que, por más optimista que sea el niño, es posible que no sea capaz de cantar bien o de ser un gran dibujante. Pero dejemos que lo descubra por si mismo, que analice sus límites, sus gustos y encuentre sus puntos fuertes. Puede que nos sorprenda.
De esto, sabe mucho la escritora y activista política Hellen Keller, quien ya en 1903 decía: “Ningún pesimista ha descubierto el secreto de las estrellas, ni ha navegado por mares desconocidos, ni ha abierto una nueva puerta al espíritu humano”. Teniendo en cuenta que Keller consiguió ser la primera persona sordociega en conseguir una licenciatura y acabó por convertirse en una reconocida literata, parece que sabe de lo que habla cuando anima a usar el optimismo como catapulta de las propias posibilidades.
Así que, sobre todo, tratemos de hablarle a nuestros hijos sobre sus capacidades como experiencias transitorias de aprendizaje, como fases de una evolución de la que ellos mismos serán dueños.
El optimismo inteligente
La palabra optimismo viene del latín optimum (“lo mejor”). El filósofo Voltaire fue quien popularizó esta palabra en 1759. Desde entonces, la sociedad y la idea asociada al término han ido evolucionando. Hoy en día, la psicología estudia el optimismo como un rasgo disposicional –bajo nuestro control– de la personalidad que oscila entre los acontecimientos externos y la interpretación personal de éstos. Y se caracteriza por una tendencia a confiar en que el futuro sea favorable. El optimista inteligente es capaz de centrarse en las soluciones en vez de en los problemas. Es consciente de que está en una situación de crisis pero eso no le paraliza como al pesimista, ni espera que la solución llegue por arte de magia como el optimista iluso.
Pero ¿se puede enseñar a un niño a ser optimista inteligente? Según el psicólogo Martin Seligman, sí; de hecho, lo explica muy bien en su libro Niños optimistas: Cómo crear las bases para una existencia feliz. Y es que, aunque curiosamente Seligman se reconoce como pesimista, es el padre la Psicología Positiva (P+, nacida en 1998), una rama de la psicología que busca comprender los procesos que subyacen a las cualidades y emociones positivas del ser humano. La P+ se sustenta en tres pilares: la experiencia subjetiva positiva -en pasado, presente y futuro-, los rasgos positivos individuales y las instituciones positivas, como “los tipos de comunidades, las familias, las escuelas…”. Tras años de investigación, Seligman se obsesionó con esta idea y con la posibilidad de desarrollar una «inmunización psicológica» infantil contra la depresión. Quería conseguir vacunar a los niños contra gran parte de los futuros trastornos mentales que podían desarrollar. No podía pasar por alto que, según la OMS (Organización Mundial de la Salud), las tasas de depresión se disparan en la adolescencia; y que existen investigaciones que demuestran que la mitad de los adultos que tienen problemas de salud mental, tuvieron síntomas antes de los 14 años. “La enfermedad de la depresión se puede prevenir fomentando una sensación de optimismo y autocontrol”, sostiene el psicólogo, basándose en los resultados de su Programa de Resiliencia PENN (PRP).
El PRP se suele aplicar en alumnos de 10 a 14 años a través de 12 sesiones de 90/120 minutos estructuradas en torno a la enseñanza de 7 habilidades de resiliencia –que, como sabemos, es la capacidad de los seres humanos para adaptarse positivamente a situaciones adversas-. Los resultados de varios estudios del PRP han demostrado que ayuda a prevenir depresión y ansiedad en los jóvenes.
Seligman estaba tan convencido de las bondades del PRP que en 2008, se llevó a 15 de sus entrenadores a Victoria (Australia) para implantar el programa en la Escuela Secundaria de Geelong, donde instruyeron a los docentes sobre cómo utilizar las habilidades de su propia vida personal y profesional para enseñar a los niños. Esta enseñanza a los formadores es esencial porque, para Seligman, ninguna técnica, estrategia o teoría será eficaz si no se parte del convencimiento por parte de quien la utiliza o imparte de que el cambio es posible.
La clave de su programa: Dar herramientas para gestionar las emociones negativas y potenciar el optimismo y confianza en el futuro en base al ejemplo.

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