SILVIA ÁLAVA // PSICÓLOGA //
Seguro que muchos de vosotros habéis oído hablar del llamado efecto Pigmalión. En este artículo quiero contaros el experimento llevado a cabo por Rosenthal y Jacobson en 1968 en el ámbito educativo, que seguro que nos invitará a reflexionar sobre la importancia que nuestras expectativas tienen en nuestros hijos y alumnos.
Según la mitología griega, Pigmalión fue un famoso escultor que se enamoró de una de sus esculturas, Galatea. Tan locamente enamorado estaba de ella que la diosa Afrodita trasformó la escultura en una mujer real. Por lo que Pigmalión pudo casarse con ella. Sus deseos y sus expectativas por fin se vieron cumplidas.
Por eso en psicología el efecto Pigmalión se utiliza para explicar el fenómeno de la profecía autocumplida. Cómo las expectativas y las creencias que todos tenemos afectan a nuestro rendimiento tanto en primera persona, pero también en los demás. Y este efecto puede ser tanto positivo, como negativo, dependiendo del tipo de expectativas que nos hayamos generado.
Rosenthal y Jacobson, en su experimento clásico, le dijeron a un grupo de profesores, que habían realizado unas pruebas a sus alumnos para evaluar sus capacidades, dándoles los resultados de estas. La realidad es que nunca se administraron dichas pruebas y los resultados habían sido asignados al azar siendo el nivel de los alumnos bastante similar. Les explicaron que el nivel de los resultados obtenido en la prueba de evaluación de su capacidad, influiría en las notas escolares. Así seguramente los de puntuaciones más altas, serían los que mejor rendimiento tendrían en el curso escolar.
¿Qué creéis que ocurrió? Al finalizar el curso escolar, aquellos alumnos que fueron etiquetados como los “más inteligentes” (según las pruebas que nunca se realizaron) fueron los que mejores notas obtuvieron.
Lo que había ocurrido, es que los profesores tenían unas expectativas más altas en estos alumnos y que por eso, de forma inconsciente ayudaron a que esas expectativas se cumpliesen. Con este experimento se demostró que las expectativas de los maestros respecto a los alumnos pueden condicionar, tanto su evolución académica (sus notas), como su comportamiento, y que los que son etiquetados como listos tienden a rendir más.
No hace falta que conozcamos el “cociente de inteligencia general” de nuestros alumnos, las etiquetas que muchas veces les ponemos, tienen el mismo efecto. Así cuando un niño es etiquetado como de “malo”, “revoltoso”… cada vez que su comportamiento es inadecuado, tendemos a pensar que es porque es así. Sin embargo, cuando saca una buena nota pensamos que quizás tuvo suerte y los días que está más tranquilo quedan relativizados con pensamientos del tipo, “hoy tendrá un buen día”.
Ya hemos comentado que el efecto Pigmalión puede ser tanto negativo como positivo. Así, cuando etiquetamos a los alumnos, por ejemplo, como responsables o inteligentes, cuando fallan en un examen tendemos a interpretar que quizás fue difícil, o que todos podemos equivocarnos, o si se olvidan de entregar los deberes tendemos a pensar que es un fallo puntual.
Pero el efecto Pigmalión no sólo se da en la escuela con los maestros y maestras, también ocurre en casa con los padres y las madres, y muchas veces cuando un hijo o hija es etiquetado de “malo o mala”, cualquier comportamiento que tenga, que no sea el esperado, tendremos a interpretarlo como algo que confirma nuestra idea de cómo el niño o la niña es… Como si fuese algo inherente a él o ella mismo y no pudiese hacer nada para cambiarlo.
Los datos que extraemos de este experimento son de gran utilidad en la educación. Es la forma de demostrar cómo las expectativas que proyectamos sobre nuestros hijos y alumnos, en ocasiones, no es que se hagan realidad, es que nosotros mismos terminamos influyendo de forma inconsciente en que así sea. Por eso los profesionales de la salud mental y de la educación insistimos tanto en no etiquetar a los niños. Dado que un niño o una niña con una etiqueta, no sólo se va a comportar en función de esa etiqueta, sino que los adultos juzgaremos e interpretaremos su comportamiento a través de la etiqueta que les hemos puesto.
Dejemos libertad a los niños y las niñas para que sean como ellos quieran, para que desarrollen al máximo sus capacidades y no se vean interferidas, de forma negativa, por nuestras expectativas, y trasmitámosles confianza en ellos mismos.
En función de las expectativas que proyectamos en ellos, podremos generales dos tipos de creencias respecto a sí mismos:
- Creencias limitantes e incapacitantes que afecten a su autoestima, y que además les generen que dejen de intentarlo y de esforzarse, porque saben que nunca serán capaces de conseguirlo. Por lo que además no conseguiremos que rompan este círculo.
- Creencias potenciadoras. Cuando les hacemos sentir que son capaces, generaremos en ellos creencias positivas, y pensarán que pueden alcanzar esa meta y se esforzarán más en conseguirlo, por lo que será más probable que lo logren y se verán aún más empoderados.
Siempre tenemos la capacidad de decisión sobre las expectativas que queremos proyectar sobre nuestros hijos y alumnos.