Por Madre Imperfecta
Este melón había que abrirlo y aquí viene esta Madre Imperfecta a coger el toro por los cuernos: ¿qué pasa en ese lugar opaco llamado comedor escolar?, ¿es como una de esas sociedades offshore que tanto se llevan?, ¿está en otra dimensión, como los agujeros negros? ¿por qué genera tantas noticias? y ¿por qué son contradictorias?
Año tras año, y habida cuenta de las loquísimas informaciones que me trasladan mis hijos, sigo sin saber qué puñetas comen ahí. Mi única certeza es la factura a fin de mes. Ellos, alguna vez vienen encantados; la mayoría, horrorizados. ¿Me fío de su juicio? ¿Acaso mis cachorros tienen criterio?
Alguno preguntará si no recibo el papelito de rigor con el menú que manda el cole, donde queda negro sobre blanco lo que comen mis criaturas. La respuesta es afirmativa: hoy, sin ir más lejos, tocaba garbanzos ecológicos con tomate, jurel a la andaluza con ensalada de lechuga y manzana, plátano y pan integral. Eso pone. Así escrito, desde luego, no diré que es de Estrella Michelin, pero al menos sí parece un menú del día decente…
Pues bien, vamos por partes porque aquí hay mucha tela que cortar. Ellos han salido espantados, despotricando, a puntito de hacerme una huelga por el jurel. Este pez tiene la poca vergüenza de tener espinas, que es una cosa que no toleran mis tiernos herederos. Pero da igual. Si otro día toca pollo con guisantes, resulta que encontraron un hueso, o estaba frío o el sempiterno “verduras, qué asco”. Y todo así. Cada día aterrizan con un sainete, o mejor dicho, con una tragedia, protestando como insumisos porque no quieren volver.
Pero más sabe el diablo por viejo que por diablo. A veces pregunto, como al descuido, si han repetido algún plato y el pequeño, ingenuo y glotón, confiesa que sí. “Es que me ha encantado muchísimo”, me dice con su lengua de trapo. ¿Entonces? Tan malo no estará, ¿no? En cambio, el mayor, más resabiado, flaco como un látigo e inapetente irredento, siempre tiene una queja a punto, sobre todo, por «esos pescados que están como mojados”. ¿Mojados? No entiendo nada.
Pero ojo, también he tenido, para rematar mi despiste, elogios insistentes de algunos platos. En una ocasión, tras engolados panegíricos, me instaron a pedirle al cocinero la receta de la fideuá, un artefacto gastronómico que detesto desde lo más profundo de mi paladar, puesto que me parece una paella caída en desgracia. Superé mi aversión natural y con todo el amor de una mamá gallina, perpetré la fideuá dichosa. “No está como la del cole, ¿pediste la receta o no?”. Los castigué de inmediato, naturalmente, por cretinos.
Otra duda que me asalta a menudo es lo de las ensaladas y las verduras. Ellos dicen que se las comen, lo juran y lo perjuran, aunque todo les parece detritus. ¿Cómo creerlo? A esas personas las ha parido servidora y estoy en disposición de afirmar que esa ingesta es imposible. En mi casa, ni a punta de pistola mastican alimentos de color verde ni hortalizas de texturas sospechosas. Aclaro que aquí se engloban todas las que están accesibles en cualquier mercado de España. ¿Mienten? Repito, todo es un misterio.
Dicho esto, sólo hay una cosa que tengo clarinete: jamás podría trabajar como monitora en un comedor y compadezco a quien lo hace. No sé lo que cobran, pero es poquísimo. ¿Qué suplicios pasarán cada día bregando con centenares de niños como los míos o peores? ¿Escuchando queja tras queja, “no” tras “no”? Con todos mis respetos, prefiero dedicarme al noble oficio de la pocería y los desatrancos.